A principios de
noviembre, cuando en Barcelona se celebra el Día de Todos los Santos comiendo
castañas, boniatos y un dulce de mazapán llamado “panellets”, aquel mismo grupo
de amigos del verano se volvió a reunir y entre todos prepararon una fiesta simpática,
alegre, confiada.
Unos diez días más tarde, ella comenzó
a sentirse mal; tuvieron incluso que ingresarla. Parecía inconcebible, pero
cada día estaba peor y no había manera de contener aquel asalto de la
enfermedad. Se había detectado el mal, pero nadie sabía cómo pararlo. Cuando
corrió la voz entre los amigos, ya estaba tan sólo medio consciente . Murió 24
días después de aquella fiesta a la que ella había llevado sonriente unos
“panellets” hechos con sus propias manos.
El impacto, el desconcierto, el dolor
de la familia y de los amigos fue inmenso; no es difícil imaginarlo. Él había
acudido a la clínica cuando su estado ya no permitía ninguna conversación. Pero
la noche de su fallecimiento pudo, junto con un familiar, velarla durante unas
horas.
La gran pregunta sobre el más allá de
aquella amiga desaparecida se instaló en su vida. Una noche tuvo un sueño
vivísimo con ella. Estaba hermosa, serena. ¿Quién podía asegurar que el sueño fuera un mensaje? Lo cierto es que ella siempre estaba muy presente.
En verano él volvió a
Mallorca. Esta vez se instaló en casa de un amigo, pero no en la capital de la
isla, Palma, sino en un pueblecito bastante alejado. Resultaba inevitable
evocar la presencia de ella por aquellos lugares. Allí habían estado sólo un
año antes. El amigo que le acogió también lo era de ella, así que el recuerdo
se avivaba entre los dos.
Llegó el último día de la semana de
vacaciones. Él tenía que tomar un avión por la tarde. El pueblecito distaba
unos 30 kilómetros de la capital y estaba mal comunicado. El amigo había tenido que
partir a primera hora de la mañana con su coche, pero le había asegurado que en
aquel paraje hacer auto-stop era fácil. Aunque él no lo veía claro, siguió el
consejo. Al poco de intentarlo, para su sorpresa, una furgoneta se detuvo. Iba
hasta Palma. Respiró aliviado y, por supuesto, le dijo al conductor que le
daba igual en qué parte de la ciudad le dejara. En cualquier sitio se espabilaría para llegar a la estación de
autobuses que le trasladarían al aeropuerto.
Fue un viaje simpático, el hombre era
cordial, pero no podía desviarse ni una manzana de su recorrido habitual por la
ciudad. Estaba trabajando y con cierta prisa; le llevaría adonde iba a descargar, que era una zona bastante céntrica. Él se perdió un poco
cuando el vehículo comenzó a serpentear por una calle y por otra y por otra.
Daba igual, la conexión con el aeropuerto estaba asegurada. Finalmente se
detuvo. En aquel lugar ya se orientaría, le dijo el conductor. Aunque él no
sabía muy bien dónde estaba, le dijo que seguro que sí, y que gracias, muchas gracias.
Cuando
se quedó en la acera con su bolsa y se giró, no se lo podía creer. De todos los
metros cuadrados de aquella ciudad, la furgoneta le había dejado frente al que
ocupaba precisamente aquella mesa de café en que ella y él se instalaban las mañanas del verano anterior. Cómo no
quedarse desconcertado, y emocionado,pero con una emoción que no sabía definir.
¿De qué estaba hecho aquel suceso? No
podía llamarlo fantasía, ni menos sueño. Pero tampoco iba a llamarlo
casualidad.
Sin una palabra exacta, pero con una
sonrisa interna que antes no había conocido, siguió su vida.