Hace
más de 20 años que Eric-Emmanuel Schmitt se dedica a escribir teatro y narrativa, y sus obras no dejan de despertar un interés creciente en Francia y en muchos otros países.
Nació en Lyon el 28 de marzo de 1960.
Sus padres eran profesores de Educación Física. Le dieron una educación laica,
pero quisieron que fuera a clases de catecismo a los 11 años porque “a pesar de
todo, tienes que conocer esa historia”. Un día su madre le llevó al teatro a
ver “Cyrano de Bergerac”, con el gran actor francés Jean Marais, y el crío
lloró de emoción. Ya de joven la literatura le atraía como lector y, por qué no
algún día, como autor. Estudió Filosofía y durante un tiempo dio clases de esta
materia. Creo que la semilla de ese ser llamado Eric-Emmanuel Scmitt está hecha en gran medida de estos ingredientes.
Hasta el día de hoy su obra se compone
de 14 obras de teatro, 2 ensayos,9 novelas, traducciones y 2 películas, como
guionista y director. Sus obras dramáticas se han representado en 35 países, y
sus textos están traducidos a 50 lenguas. Algunos de sus títulos: “El
visitante”, “El libertino”, “Variaciones enigmáticas” “El señor Ibrahim y las
flores del Corán”, “Oscar y Mamie Rose”, “El Evangelio según Pilatos”, “Mi vida
con Mozart”…Premios, muchos, aunque él no parece frecuentar eso que se llama la
Sociedad literaria.
Esta carrera de escritor tuvo un punto
de partida muy preciso. Ocurrió el 4 de febrero de 1989. Hasta entonces Eric-Emmanuel
Schmitt intentaba escribir pero sin ningún éxito. Tampoco él se sentía
satisfecho de lo que hacía. Entonces algo ocurrió. Algo que lo cambió todo.
Completamente imprevisto. Él mismo lo ha contado:
Cuando cayeron la noche y el frío, como
no tenía nada, me enterré en la arena. En vez de tener miedo, esa noche de
soledad bajo la bóveda estrellada fue extraordinaria. Experimenté sentimientos
intensos: todo miedo y angustia se esfumaban para siempre, experimenté una
confianza infinita en la vida…y percibí que todo tiene sentido. Tuve la certeza
de que un Orden, una inteligencia vela sobre nosotros, y que en este orden,
había sido creado,querido.
Toda esa noche pasó en un segundo. Al
amanecer, caminé montaña arriba, para bajar por la otra cara. Al encontrar a
mis amigos de nuevo, me avergoncé por haberles angustiado con mi desaparición y
no me atreví a compartir con ellos mi alegría. Regresé a Francia con mi
secreto.
He intentado imaginar la escena de este
hombre perdido en el desierto, sin agua, sin ninguna seguridad de ser
encontrado y, sin embargo, sin ninguna sensación de desamparo. Todo debió de
ser muy sutil en aquella noche y, al mismo tiempo, de una solidez definitiva. Un
vuelco enorme en su conciencia. ¿Qué clase de experiencia mística fue esa?
Ahora
sé que dentro de mí hay más que yo mismo, añadió. ¿A qué se refería? ¿Qué
frontera interior cruzó para llegar a un lugar nuevo, luminoso, que era suyo
pero que no era exactamente él, al menos tal como siempre se había sentido? ¿Qué
presencia le acompañó?
Aparte del descubrimiento de su
realidad transfigurada, aquella noche fue, como dije más arriba, algo así como
el kilómetro 0 de una carrera de creador que aún no había empezado.
Fue
a partir de esa fecha que pude escribir. Hasta entonces, todo lo que escribía
me parecía vano. Poco tiempo después redacté mi primera obra: “La nuit de
Valognes”, y desde entonces apenas he parado. Esa noche en el desierto me
reveló por qué había sido hecho: yo era un escriba.
En su obra “El visitante”, en la que un
enigmático personaje, que dice no tener ni padre, ni madre, ni sexo, ni
inconsciente, visita a Freud, encontramos unas palabras de aquél dirigidas al fundador del psicoanálisis, que
de inmediato reconocemos como un eco de la experiencia que todo lo cambió:
Hasta
esta noche, creías que la vida era absurda. De ahora en adelante, sabrás que es
misteriosa.