Lola Hurtado. Óleo.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Antonio Blay estuvo aquí



Antonio Blay estuvo aquí, viviendo muy cerca de la que era mi casa hasta que tomó el último tren de la vida, y quisiera explicar qué importancia tuvo esto. Yo había iniciado en el 1980, recuerdo casi el día exacto y, desde luego, el motivo, un intento de entender mejor las cosas. O dicho sin más, de pronto me di cuenta de que tenía mucho por descubrir: dentro de mí, en los demás y donde los ojos de este mundo comienzan a ver borroso. Así que comencé a moverme. Lecturas nuevas, algunas conferencias, un poco de silencio interior…Supongo que iba haciendo lo que podía, pero desde luego le ponía ganas. Lo que nadie me dijo fue que Antonio Blay  mantenía diálogos sobre su ya extensa obra en su propia casa, que estaba a tres manzanas de la mía. Me enteré poco antes de aquel día de agosto de 1985 en que dejó de dar cursos definitivamente.

         Y explico esto porque conocer a  Blay me hubiera venido muy bien, tal como fui descubriendo años más tarde. Antonio Blay (1924-1985) había ejercido la psicología clínica, y antes había dirigido una institución bastante conocida en los años sesenta: la Ciudad de los Muchachos. Compaginó su trabajo y su familia (tuvo esposa y dos hijas) con viajes de formación a Suiza y a la India y con una gran dedicación al estudio. Comenzó a escribir libros y más tarde resolvió abandonar la práctica de la psicología y dedicarse sólo a dar cursos y conferencias. En Barcelona, Madrid, Bilbao, San Sebastián, Andalucía y Valencia.  El título más frecuente de sus encuentros era el de “Psicología de la autorrealización”. Pero se consideraba un psicólogo jubilado. Cuando le preguntaban qué era, decía que no sabía muy bien qué contestar, aunque era evidente que le traía sin cuidado. Hacía lo que deseaba hacer y lo hacía muy bien. Los asistentes a sus cursos lo corroboran y sus libros, más de treinta títulos, se han seguido vendiendo tras su muerte. Sin embargo, en su momento Blay era sólo conocido por círculos reducidos. Casi no concedió entrevistas y no aparecía en los medios de comunicación. Pese a las varias ediciones de su libro “Creatividad y plenitud de vida”, no fue el centro de ninguna campaña de promoción editorial, hasta donde yo he  podido saber. En nuestro siglo XXI, con el auge de la inteligencia emocional, el crecimiento personal, los diversos caminos de espiritualidad, y con la oferta de libros, revistas, programas de radio y de televisión que tratan de todo ello, hubiera sido difícil que Blay se mantuviera en el plano discreto que siempre deseó tener. Pero no es descartable que lo hubiera conseguido. Nunca quiso crear escuela, ni menos tener seguidores. Pretendía algo distinto y yo hubiera podido tomar apuntes de todo ello, en directo, si hubiera sabido que Blay estaba aquí mismo, explicando tantas cosas en mi barrio.

                                      

         Sin embargo, no es del todo cierto que yo no llegara a asistir a sus sesiones. En los años ochenta y noventa circulaban de mano en mano cintas de sus cursos. Las escuché repetidamente. Y sus libros estaban  en las librerías. Fueron llegando a mi biblioteca. De manera que la palabra de Blay me acompañó mucho y me hizo pensar más. E incluso puedo afirmar que, en cierto modo, llegué a conocer un poco a Blay. No he de forzar apenas el relato si digo que sí “asistí” a sus cursos y que “crucé” varias veces la puerta de su casa tras tantas horas de cintas y de libros. Así que éstas son algunas de las notas que tomé cuando “visitaba” a Antonio Blay, en aquel piso al que podía llegar como quien sale de casa para comprar el pan.

         El primer encuentro

Todo lo que explico ha de ser experimentado. No interesa decir “estoy de acuerdo”, sino ver si sirve de base para un trabajo, para una experiencia personal. Lo que yo diga no es para ser creído ni aceptado, sino para ser mirado.
        
         Así inició el ciclo de charlas aquel hombre de aspecto tan común que  no pretendía convencer ni demostrar nada, sino mostrar. Quedaba claro que sólo iba a proponer unas pistas para que cada uno hiciera un trabajo interior, y que esa experiencia personal era lo único que valdría la pena en aquel proyecto, al que él se refería como “autorrealización”. ¿Cómo había que entender aquella palabra clave? Decía que de dos maneras. Una era conseguir vivirse plenamente, ser uno mismo integrado en el mundo que nos rodea. Pero esto no era todo.

         La autorrealización es llegar a descubrir cuál es la identidad última de cada uno, quién o qué soy, no como seres humanos particulares sino como aquello que permanece idéntico a lo largo de todos los cambios de la vida. ¿Y por qué es importante descubrir la identidad? Porque cuando se logra se resuelve todo lo que es el anhelo de la vida, porque la persona realiza su plenitud más allá de todo lo soñado y porque es el único modo de que descubra el sentido de su existencia, y de que descubra cuanto hay más allá de lo que ahora entiende por existencia.
         La autorrealización es un trabajo de experiencia, no un sistema filosófico o teológico al que adherirse.

         El alcance de la propuesta de Blay me desconcertó y me emocionó a la vez. ¿Una identidad inalterable y común a todos los seres humanos? ¿De qué estaba hablando? Al principio había dicho que no intentáramos relacionar los contenidos de aquel curso con cosas que ya conociéramos. Yo, desde luego, no podía relacionar lo que él llamaba la identidad última con nada de lo que ya tuviera noticia. Había entrado en la propuesta de Blay por una zona mal iluminada para mí. Pero a los pocos días volví a su casa y mereció la pena.
        
         Qué soy y qué no soy

Mi vida es una actualización de algo que yo soy, que soy en el centro. Pero yo no me he dado cuenta de que era así y siempre he estado viviendo como si el exterior fuera el que me comunica, me transmite, me da…

         Esto último era lo que siempre había pensado yo, y no solo yo, supuse. Pero Blay no lo veía así. Según él, somos desde siempre un potencial que nuestro entorno simplemente ayuda a desarrollar.

         Del exterior no nos viene ni un poco de inteligencia, ni un poco de capacidad afectiva, ni un poco de energía profunda. Del exterior sólo recibimos estímulos; y aún, sólo son estímulos en la medida en que los captamos desde nuestro interior.

         Ese potencial, fue explicando, era como tres focos: el de la energía, del que se derivan la voluntad, el impulso de vivir, la capacidad combativa; el foco del afecto, que sería nuestra disposición al amor, la amistad, el placer, la alegría, la belleza, la armonía…y el foco de la inteligencia, vinculado a los modos de conocimiento, a relacionar datos, abstraer, intuir… Y entre los ejemplos que puso, anoté el referido al foco del afecto. Dijo que del exterior recibimos estímulos afectivos, por supuesto, pero que era nuestra capacidad de amar la que consigue que nuestra vida afectiva crezca. Lo que nos llena, vino a decir, es el amor que damos. Esta afirmación de que somos, en cualquier caso, una fuente de energía, amor e inteligencia daba la vuelta a la visión habitual del ser humano. Lo explicó con cierto detalle.

         Así pues, yo me doy cuenta de que en las experiencias yo puedo ser causa, en lugar de efecto, yo puedo ser núcleo irradiante, en lugar de ser sólo un foco receptivo. Este descubrimiento, considerando que gran parte de nuestra vida la hemos pasado viviéndonos como producto, como consecuencia del ambiente, de las situaciones, del modo de ser de nuestros mayores, de nuestros iguales, de todo en fin, este descubrimiento de que uno es un foco, un punto de partida, un núcleo a partir del cual la vida se desarrolla hacia fuera, señala todo un nuevo campo, un nuevo enfoque.

         ¿Había contestado Blay, con estas explicaciones, a la pregunta clave: qué soy yo? ¿Era esta la identidad de que habló el primer día? Parecía que sí, pero más adelante supe que aquello no era todo. De momento, una duda quedó en el aire. Si somos ese potencial tan maravilloso, y todos lo somos, ¿por qué no nos va todo mejor?

         Blay explicó que los miedos, las angustias, la agresividad son fruto de no vivir esa realidad que somos sino una fantasía mental que no captamos como tal. Esa fantasía es el yo ideal, aquello que compulsivamente buscamos ser, porque desde nuestra infancia nos hicimos, a través de nuestro entorno, una imagen equivocada  de lo que éramos: el yo idea.

         Uno tiende a ver el mundo según la consigna que ha recibido. Si me han dicho que soy poca cosa, y yo lo he aceptado (yo idea), estaré jugando toda la vida a ser mucha cosa (yo ideal). Pero a la vez estaré una y otra vez fallándome, sintiéndome muy poca cosa. Y aunque llegue a conseguir muy buenos resultados en negocios, en lo que sea, una y otra vez seguirá saliendo el “yo soy poca cosa”. Si me han dicho que soy muy buena persona, yo intentaré ser siempre más bueno para no defraudar a los demás.

         Y señalaba hasta qué punto la vida social está construida en torno a este yo ideal, y cómo hay que evitar pisar el yo ideal de los demás, si no queremos que nos echen la caballería por encima. Lo decía con unas gotas de aquel humor suyo que aparecía de vez en cuando.

         En el yo ideal todos somos Mr. y Miss Universo. Hay que decir:¡qué guapa estás!, ¡qué bien te queda esto! Pero nunca:¡qué viejo te has hecho!

         En el breve camino de vuelta a mi casa, resonaban , y no sólo en mi cabeza, aquellas palabras lúcidas, pero que de entrada también herían. Lo que uno ha creído ser (muy bueno, muy malo, muy fuerte, muy débil, listo, torpe…) es falso, decía Blay, es algo que me ha venido del exterior, pero que no me descubre mi identidad última. Uno puede haber realizado acciones buenas, malas, listas, torpes…pero eso no es lo que somos. Entonces, ¿qué soy?, cabía preguntarse una y otra vez. Y volvían las últimas palabras que había anotado:

         Expresar y vivir lo que soy: Energía, Amor, Inteligencia.

         Definir a alguien o a uno mismo por lo que hace, en un momento o muchas veces, era un camino erróneo. Esos modos habría que corregirlos o potenciarlos, pero no utilizarlos para concluir quién o qué es una persona. Ese era el núcleo de lo que yo llevaba en mis apuntes tras varias sesiones.

¿Y quién era Blay?

A veces escuchándole se me iba el santo al cielo y me preguntaba por él, por su vida. Lo que más me llamaba la atención era su gran claridad de expresión, aunque algunas de las realidades de las que trataba ya no fueran tan claras para mí. No hablaba más de lo imprescindible, no se adornaba lo más mínimo. Sólo se permitía algunas gotas de humor que siempre acertaban en el auditorio. Un asistente  a un curso le pidió una pista para saber si uno estaba avanzando en  este descubrimiento del yo idea y del yo ideal que llevamos grabados en el inconsciente. Sin pensarlo ni un segundo contestó:

         Una de las formas de saberlo es que cada vez te sientes peor. Y en otras ocasiones cada vez te sientes mejor. O sea, que esta pista… es un despiste.

         Y nos arrancaba unas risas. Lo que Blay nos proponía era un viaje personal al descubrimiento de nuestra realidad completa , no la promesa de unas mejores sensaciones, de un poquito más de felicidad, de un poquito menos de malestar. Claro está que para él valía la pena lo que en el fondo de la realidad aguardaba. Pero, ¿cómo había llegado a esa convicción? ¿Cómo había sido su camino hasta aquí? ¿Y cómo era su vida aparte de cursos, libros, conferencias?


                                      

         Blay era un hombre de aspecto corriente. Era grueso, gustaba de los cigarrillos y de los caramelos. Inasequible a la adulación. Y yo intentando imaginarme cómo era el resto de su interesante vida, desde mi hábito de lector de novelas y de amante del cine. Preguntándome por sus viajes a la India, por el origen de su lucidez, por cómo era en su casa, por si  podía mantener a la familia con aquellos cursos. En definitiva, construyendo un personaje. Pero había elegido un camino equivocado. Precisamente lo que él pretendía era que descubriéramos, y dejáramos disolver, el personaje que vamos arrastrando por la vida y que nos condiciona sin que apenas nos demos cuenta. No daba importancia a los datos de su biografía y por ello casi nunca se refería a sí mismo. Quería que enfocáramos nuestra mirada en otra dirección.

         Es necesario que uno se dé cuenta de que lo fundamental no es lo que hace, sino el sujeto que está viviendo lo que hace. Porque este sujeto es la base, la raíz, el común denominador de todo lo que podemos vivir y experimentar en la vida. Es a lo único que podemos llamar auténticamente “yo”.
         Nuestras ideas pueden ser muy importantes, pero continúan siendo “nuestras ideas”, no son “yo”. ¿Qué o quién es el que está viendo o valorando estas ideas? Este “quién” es más importante que las mismas ideas. ¿Quién es el que está sintiendo amor o tristeza? Este “quién” es más importante que lo que siento, porque esto va variando, en cambio, este “quién” no cambia, siempre es idéntico a sí mismo. Es la identidad, y todo lo que estoy viviendo procede de este foco central.

Y nos explicaba hasta qué punto nuestra mente está acostumbrada a poner atención en las cosas, procesos, sentimientos, ideas, pero el denominador común de todas las experiencias que he vivido es que yo estaba ahí dándome cuenta. Ahora bien, captar el yo que se da cuenta, que siempre está ahí, era cosa de la intuición. Era una tarea derivada del centramiento, de la atención, a la que había ir, en palabras suyas, “con paciencia, perseverancia y buen humor”.  Llegar a ese yo interior (más allá del yo idea y del personaje) era como ir de la ilusión a la realidad. Era fruto de la sinceridad, de buscar lo auténtico por encima del bienestar o del malestar, y por encima de convenciones. Una sinceridad que surge del fondo y que conduce al fondo, decía. Y que nos permite vivir con más eficacia y con más autenticidad.  

         Aquellas notas que yo iba tomando me hablaban de un hombre que había hecho un inmenso viaje interior. Pero, hasta donde yo entendía, su posible  respuesta a mi pregunta “¿quién era Blay?”, era que, en el fondo, él y yo éramos lo mismo. La diferencia estaba en que cada uno había desarrollado, en mayor o menor medida, aquel foco de energía, de amor y de inteligencia que todos somos. Y para  que descubriéramos esa plenitud que nos aguarda, ahí estaba Antonio Blay.


         Lo que quedaba por saber

Un día nos vino a decir lo de días anteriores pero de otra manera:

         Si tú sientes la grandiosidad de…por ejemplo un Wagner al oír su música, esa grandiosidad es tuya. Cuando dices: ¡Qué tío Wagner! Ese eres tú. Quizá Wagner vivió otra grandiosidad, quizá mayor que la tuya. Pero la que tú sientes, es tuya. Si no la tuvieras, no podrías reconocer la de Wagner.

         Era tan distinta la visión del ser humano que Blay nos mostraba de la que, en general, traíamos la mayoría de asistentes en nuestro discurso mental de siempre, que se hacía muy difícil dejar de buscarlo todo fuera de nosotros, como él apuntaba, y asumir que, de forma sutil e invisible, ya tenemos lo esencial. Era imprescindible volver a lo que había dicho el primer día acerca de que sus palabras no eran para creerlas, sino para experimentarlas. Por eso proponía ejercicios, como los de centramiento, con el fin de poner la atención en el yo que está detrás de nuestra energía, de nuestro amor, de nuestra inteligencia.

         Esta conexión, mayor o menor, con nuestro centro tenía consecuencias que en días posteriores fue explicando. Una, horizontal. Las relaciones con los otros.

         En la medida en que vivo lo que soy, dejo de vivir para conseguir cosas y dejo de utilizar a los demás para que me den afecto o me escuchen, o para que me den seguridad o confirmen mi valor. En la medida en que vivo mi energía, el amor y la comprensión, los demás son la ocasión para que yo me desarrolle, a través de esta energía, este amor y esta comprensión.
         Querer a alguien no es hacerle ningún favor. En cambio, nuestro personaje siempre vive el hecho de querer a alguien  como hacerle un favor muy especial, del cual espera recibir una serie de compensaciones. Querer a alguien es un privilegio, el de poder expresar en la existencia lo que soy en esencia.

         Y otro día, como una etapa más en el proceso de descubrimiento de la realidad, Blay nos llevó un poco más lejos, o mejor, bastante más lejos que en días anteriores. Él lo llamaba “niveles superiores”. Sostenía Blay que cuando se ha avanzado en este proceso de descubrimiento interior, en esta disolución de las raíces inconscientes del personaje y en el contacto con nuestro centro, solía aparecer de manera natural una expansión de conciencia. Ésta, en dirección vertical.

         Este despertar vertical a veces se produce en forma de experiencias inesperadas, como una especie de flash. Pero después se va descubriendo que esto siempre ha estado aquí disponible, y poco a poco se va descubriendo que existen unos campos de energía más sutiles, una  energía mucho más fina que la mental, que la afectiva o la vital, y que se viven como cualidades distintas.
         Hay un campo de felicidad extraordinaria; es un campo de luz-felicidad, amor y gozo sin límites (…). Hay otro campo de tipo mental, también de luz pero distinta, es como la matriz de las cosas que existen(…).Y hay otros niveles que se viven como campos de energía(…). Cuando la persona descubre esto, cuando irrumpe en su conciencia personal habitual, se vive siempre como algo extraordinario, algo que trastorna completamente el pequeño mundo que hemos construido con ideas, creencias y hábitos.

         Cuando Blay dibujó esta ampliación de la realidad en dirección vertical, creo que la mayoría de oyentes pensamos lo mismo: ¿estaba hablando de Dios? ¿Había Dios en la autorrealización? Pero la clave de estas preguntas estaba sorprendentemente en el primer punto de aquellas sesiones.

         El contacto con los niveles superiores tiene una calidad, una plenitud y un valor no comparables con lo que se vive normalmente en las experiencias personales, por esto la persona siempre cree que se trata de  algo distinto a ella, porque está identificada con el yo idea. Yo creo ser mi cuerpo y unas experiencias determinadas, unas ideas y unos hábitos, y cuando de repente vivo algo diferente por fuerza le atribuyo una identidad diferente de la que creo ser. Y no es así. De hecho estos niveles (superiores) son una dimensión más de nosotros mismos, son nuestra conciencia superior, nuestra conciencia y dimensión espiritual, lo que quiere decir que siempre podemos tener un posible acceso a ello.

         No sé los demás, pero al menos yo iba de sorpresa en sorpresa . De la imagen de un Dios superior  y máxima expresión de todo lo bueno, frente a  un ser humano que necesitaba de todo, incluso que le redimieran, según nos habían inculcado, de algo que en el origen había hecho muy mal la primera pareja de  humanos, se pasaba a un yo constituido de una energía, un amor y una inteligencia esenciales que podían llevarnos a una plenitud inimaginable. Pero, ¿había también lugar para hablar de Dios en la propuesta de Blay?

         Dios no es ningún concepto. Hablar sobre Dios es como hablar sobre la comida sin comer. Y Dios no ha de ser un concepto. Dios ha de ser la experiencia viva de la realidad inmanente en mí y en todo. El concepto tiene sentido como señal, como indicador, pero la mente se agarra al concepto como si fuera la cosa, y convierte a Dios en cosa. Dios, que es el sujeto último, queda convertido en objeto al decir la palabra Dios.

         Sin embargo, a veces Blay no tenía más remedio que usar la palabra Dios, o el Absoluto, o el Ser Primordial para referirse a una realidad que era a la vez impersonal y personal. Y no negaba en modo alguno, al contrario, la posibilidad de expresarse desde lo más hondo ante esa Presencia.

Toda esta parte de los niveles superiores  suscitaba muchas preguntas que Blay no rehuía, pero tampoco alentaba. Clarividencia, telepatía, viajes astrales…y la inevitable reencarnación.  Sobre ésta, respondió así:

         Yo no creo en la reencarnación. Para mí la reencarnación es un hecho.

         Para precisar más tarde que lo que se reencarna no es el personaje, ni las ideas, ni los hábitos, sino la identidad individual que toma nuevos vehículos. Recordaba hechos vividos por él muy concretos en reencarnaciones  anteriores, pero no quiso dar detalles. No quería que nos perdiéramos en experiencias que resultaban muy atractivas, pero que nos podían distanciar de la tarea primordial: la conexión con nuestro yo profundo, la superación de nuestro personaje, el desarrollo de la atención. En definitiva, nuestra capacidad para mirar y para descubrir  a través de la experiencia nuestra naturaleza luminosa. Para Blay era muy importante llegar a las vivencias espirituales con el trabajo previo, el psicológico, lo más avanzado posible.

         He de anotar aquí que, cuando Blay escribía y explicaba lo que vengo apuntando, él ya llevaba casi cuarenta años viviéndolo. Eran los años setenta y ochenta del siglo pasado. Hoy los que saben de psicología  consideran a Antonio Blay el precursor de la Psicología Transpersonal en España. Entonces no creo que nadie hablara aquí como él lo hacía. Su enfoque no tenía acompañantes. Aparentemente había hecho un gran trayecto en solitario. Es cierto que había una larga bibliografía en algunos de sus libros. Y también estaban sus viajes a la India y su contacto con el yoga y con el pensamiento oriental. Pero aquella propuesta hacia la autorrealización que él nos ofrecía, con etapas ordenadas de comprensión y ejercicios correspondientes, todo aquello era muy original. No recuerdo si entonces lo vi con tanta claridad como con en años posteriores se me ha hecho evidente.

Lo que entonces no dejaba de sorprenderme era como su simple presencia irradiaba una inagotable música interior entre los asistentes a sus charlas. Y lo mejor era que esa música estaba también en nosotros, en espera de que la descubriéramos. Pero pasaban los días, las sesiones y los hallazgos, y yo no dejaba obstinadamente de preguntarme por  el misterio que para mí tenía aquella vida singular.


         La única revelación de Blay

Ha sido muchos años más tarde cuando encontré un documento impagable  
sobre su vida. Bastante después de la muerte de Blay, su hija Carolina hizo una página web dedicada a la obra de su padre. En ella se ofrecía la posibilidad de descargar discos de sus cursos. Así lo hice con uno impartido en Bilbao en 1978, que no conocía, y en él descubrí que en una ocasión, y seguramente en ninguna más, Blay había hablado de su vida. No porque considerara que tenía interés por ser la suya, sino porque a través de algunos recortes autobiográficos quienes le escuchaban podían entenderse mejor a sí mismos y el alcance de aquel viaje a la autorrealización que él invitaba a experimentar.

         La historia ocurrió cuando Blay tendría unos diecisiete años. Subrayaba en el curso que tanto su infancia como su vida de muchacho  consideraba  que habían sido muy mediocres: en los estudios, en los contactos humanos…Y que estaba en una época en que se hacía preguntas esenciales como tanta gente: que si Dios existía, que si había otra vida, si tenía algún sentido la existencia. Pero nada de lo que leía le convencía. De repente, un día le sucedió algo completamente imprevisto y de lo que no tenía ni la menor idea:

         La historia empezó para mí cuando tenía 17 años. Una noche me desperté fuera del cuerpo en un estado de felicidad inconcebible, fabuloso. Una luz que era un gozo inenarrable, sin límites, algo de lo que yo no tenía absolutamente ningún precedente, ninguna teoría, ninguna noción teórica en absoluto. Era la felicidad total. Pero lo curioso es que en esa felicidad yo tenía la evidencia de que eso era Yo, de que no era una cosa ajena a mí, sino que esa era mi identidad. Yo en esa felicidad era yo mismo del todo.
         Y yo no sabía que esto era posible. No tenía ningún fervor especial. Tenía una vida diaria muy triste, me sentía profundamente alejado de todo. Había en mí una demanda, una nostalgia que  no sabía formular. De ahí surgió una necesidad de buscar, de ir a ello y no que me tuviera que llegar así, como caído del cielo. Decidí no creer en nada. Me desprendí de mis libros. Mi propósito de investigación surgió entonces. De esto hace 37 años. Entonces no había libros sobre todo aquello.
 No obstante, recuerdo un día que, como consecuencia de esta primera experiencia, en ese estado de embriaguez interior, de felicidad, de plenitud, me encontré yendo por la calle, y me metí por una callejuela, y luego torcí y encontré una librería. Entré dentro como un sonámbulo y me fui directo a un sitio y compré dos libros que no había oído en mi vida hablar de ellos. Uno era un curso que trataba de la conciencia cósmica. Algo me condujo al sitio para escoger el libro que yo no sabía que existía y que se refería a lo que  acababa de vivir.

Blay no ocultaba que aquella vivencia fue el principio de su nueva vida. Todo lo que vino después: estudios, lecturas, viajes, yoga, toda la investigación que inició y prolongó a lo largo de toda su existencia, así como la decisión de comunicar sus hallazgos a quien quisiera oírle, todo ello nacía de la semilla de aquella noche a los 17 años, y de otras  vivencias posteriores, algunas de las cuales también explicó. Y todo aquel caudal de conocimiento tenía el objetivo de llegar a la gente para que  recorriera su propio camino hacia aquella claridad dichosa que un día irrumpió en su conciencia.

Esa experiencia me dio la demostración de que existe una realidad superior hecha de felicidad y que no tiene nada que ver con ninguna teoría. Eso que me vino por las buenas, es evidente que constituyó para mí algo fundamental, y que luego yo, desde abajo, traté y aprendí a volver a ello. Y ahí está el interés. O sea que hay un modo de que podamos tener acceso directo a esa realidad superior, a nivel de felicidad, aunque personalmente nos sintamos metidos dentro de nuestra estructura personal y limitada. Así descubrí lo que realmente es el sentido de una forma de meditación o una forma de oración, la oración contemplativa.
                  
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Si al principio de estas notas decía que “Antonio Blay estuvo aquí”, tras recuperar ahora documentos, libros y testimonios sobre él, veo que podría completar aquel titular con un “pero sigue aquí”.  Hay acuerdo en que la influencia de sus propuestas no ha caducado, antes bien ha propiciado nuevos frutos.

Se atribuye a Blay una frase que más o menos venía a decir que las personas maduramos por sufrimiento o por discernimiento. O el dolor nos despierta, o el conocimiento buscado nos orienta, dicho de otro modo. Es mi impresión que Blay conocía a fondo el dolor humano, aunque en sus cursos no lo expresara con dramatismo, y sabía que había una posibilidad de evitarlo, en gran medida, mostrando y facilitando el acceso a nuestro centro, si lo buscamos con sinceridad y con perseverancia. Dedicado a ello, lo conoció bastante gente, y en cierto modo, yo también.

Blay afirmaba con naturalidad que no tenía miedo a la muerte. Que la muerte no existe. Que es simplemente otro proceso de vida. Tal vez  por ello, cada vez que “he vuelto” a su casa, le he oído aún decir algo nuevo que he querido añadir a mis notas. Como esto último:

El hombre está irremediablemente condenado a ser feliz, pese a su heroica resistencia. 


                                   Antonio Blay (1924-1985)
                               



lunes, 29 de octubre de 2012

Sigues siendo tú




Siempre el mismo ritual cuando su padre acababa la sesión de radioterapia. Remontaban el sótano del viejo hospital con aquel  ascensor  imprevisible, avanzaban cuidadosamente hasta la calle y él le dejaba junto a un inmenso y vigilante árbol por si el hombre se cansaba de apoyarse en el bastón, mientras iba a por el coche .

         Y la conversación, siempre tan parecida. “Bien, me ha ido bien.” “¿Hoy te ha tocado la rubia?” “Sí, es la que más me gusta. Es muy campechana.” “¿Notas algo?” “Nada, no me noto nada.” “Estupendo. Y además te han cogido enseguida.” “Sí, fíjate, son las siete y ya hemos acabado.” “Mamá se va quedar de piedra cuando vea que estamos de vuelta.”  Él pensaba a veces que aquel cuerpo extraño que le habían encontrado a su padre en un pulmón apenas pintaba nada en el día a día. Habían conseguido que el problema se redujera a conseguir aparcamiento cerca del hospital, a que le tocara la enfermera simpática, a no notar molestias y a acabar lo antes posible. El póker del éxito en aquellos días de radioterapia. Del éxito momentáneo. Pero, ¿quién quería mirar más allá de aquellas sesiones?

         Ochenta y cinco años suele considerarse una edad razonable para vivir la vida cerca de la rampa de salida. Pero cuando él recogió un mes antes los resultados que habían fotografiado aquel cuerpo inquietante en un rincón del pecho de su padre, se le vino el mundo encima. ¿Así que a su familia también le había llegado aquella enfermedad? ¿Por qué no lo había previsto? ¿Qué les decía a sus padres? ¿Cómo medir la información para no engañar y para no dañar? ¿Era eso posible?

         Su padre había sido el hombre de confianza de un notable abogado. Comenzó como pasante cuando ambos eran jóvenes. Y se jubiló oficialmente poco antes de que lo hiciera el abogado, que acabaría dejando el bufete a su hijo. Pero allí nadie se jubiló del todo. El fundador seguía yendo cada día a supervisar, a orientar, a corregir, incluso a reñir a su sucesor. Y el que fuera pasante mantenía su mesa, revisaba a diario el BOE y suministraba información al hijo sobre antiguos clientes que aún lo eran. Junto a la lealtad al abogado, dos virtudes cimentaron la confianza en  su trabajo durante cuarenta y cinco años. Una letra exquisita, como de amanuense medieval, imprescindible en los principios del bufete, y una memoria prodigiosa que recordaba datos perdidos sobre asuntos y personas lejanos. Seguir a ratos en su mesa de siempre era una forma de seguir en el mundo. Incluso en aquellos días de radioterapia, el hijo acompañaba a su padre dos mañanas por semana al despacho. Tal vez formara parte de la curación. Recluirlo en casa seguro que le hubiera hundido.

         Cuando acabaron las sesiones previstas, el radiólogo prescribió un mes de descanso, tras el que habría que hacer un TAC, y según hubiera ido la evolución del tumor, ya decidirían. Se sumergieron, pues, en una nueva rutina casi parecida a la vida anterior a la enfermedad, de la que, por cierto, seguía sin hablarse. Dos pequeñas novedades vinieron a incordiar el plan de calma absoluta. Unos escozores a los que había que aplicar cremas dos veces al día y un cansancio, al que llamar ligero no era del todo exacto.

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Hay días en la vida que se nos caen encima sin avisar y no es posible ni apartarse, ni  echarle la culpa a nadie. Cuando fueron a la visita tras el mes de descanso, en ningún momento habían previsto la cara seria del médico al repasar el informe  del TAC. Dijo que lo del pulmón había reducido su tamaño, pero que habían encontrado algo en el hígado. Y les remitió a cuidados paliativos. El padre no pareció entender mucho lo que  pasaba. Para el hijo, aquello fue demasiado. Él no quiso alargar la conversación con el padre delante. Éste le dio las gracias al doctor, como nunca olvidaba hacer, y salieron del despacho, pero ninguno de los dos sabía exactamente adónde ir. De momento a casa, que parecía el lugar más seguro. Pero el hijo necesitaba saber más y enseguida ideó un engaño. Que se había dejado unos papeles en la consulta, que le esperara sentado en el vestíbulo y que volvía enseguida. Le salió bien la astucia, pero nada más le salió bien. A solas le aclaró el médico que no se esperaba aquello. El tumor había tenido descendencia y parecía muy agresiva. No valía la pena irradiar más. Dos, tres meses como mucho. Ya verían que era buena gente la del equipo de curas paliativas.

Llevó a casa a su padre explicándole que lo del pulmón estaba mejor y que de momento no querían hacerle más radiaciones. Y que los nuevos médicos cuidarían de que tuviera las mínimas molestias. Al padre le pareció bien el plan y no hizo preguntas. Nunca las hacía. Sólo le dijo si le iría bien llevarle al día siguiente al despacho. Había unos boletines que quería revisar cuanto antes.
  
Fue un poco extraño lo que le sucedió al hijo tras dejar a su padre en casa, dar una versión blanda de la situación a la madre, que tampoco hizo preguntas, y comer deprisa, inventándose una reunión de trabajo. Aquel día no soportaba mirar a sus padres con tanto engaño en el estómago. Se despidió sin llevar siquiera los platos a la cocina.

El tiempo que se les  acercaba, imaginó, era como una esfinge en medio del camino. O acertabas sus dilemas o te devoraba, decía aquel monstruo. Pero a él le pareció que hiciera lo que hiciera, la esfinge no les iba a dejar seguir adelante con su vida de siempre. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Si algo bueno podía pasarle a su padre,¡que le llegara en aquellos días que se estaban acercando tan deprisa! Y soltó sus palabras como quien suelta un globo rojo.

Extrañamente recordó entonces que la botella de aceite de oliva Carbonell de su casa estaba en las últimas. Y fue al entrar en un colmado cuando oyó con claridad total el viejo transistor de la dueña. No supo a quién entrevistaban, pero cazó al vuelo que el hombre de la radio afirmaba que tras la muerte pervive la conciencia individual y se inicia otra forma de existencia. Por un momento no supo qué había ido a comprar. Todo en aquel día era verdad. Todo. Pero al derrumbarse un rato más tarde en su cama, no le quedaba ni un átomo de nada.
                           
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Los avisos del médico se cumplieron. Los de curas paliativas eran gente encantadora. Y la salud de su padre se fue deteriorando sin perder el tiempo. No hubo, afortunadamente, dolores físicos importantes. Si acaso, más cansancio y, sobre todo, una gran desilusión por la comida, un dato desmoralizador en un hombre que había tenido algunas de sus mayores alegrías entre cocidos y embutidos. Pero la nota más amarga de aquel tiempo de despedida vino por donde menos se lo esperaban, y por donde nadie les había avisado.

Un día fue no recordar el nombre del abogado para el que había trabajado tantos años. Otro, el de su sobrina más querida. Un día no salía la palabra “bolígrafo”. Otro, el nombre del mes en curso. El fastidio que le producía ir a por palabras que siempre le habían llegado como el rayo le fue minando. Hablaba menos y menos claro. La médica que le visitaba dos veces por semana empezó a preguntarle cosas. En qué año nació, dónde, de qué había trabajado, cómo se llamaba su esposa, su hijo. El hombre se batía como un jabato. De hecho, la primera vez se podría decir que aprobó con nota. Entre un seis y un siete, consideró el hijo, que tampoco entendía muy bien por qué estaba pasando todo aquello. Después ya supo que probablemente el cerebro había sido alcanzado por lo otro. Entonces, por primera vez, vio el final no solo inevitable sino necesario.

Y un día comprendió algo muy importante. Fue una tarde que estaban solos padre e hijo. El padre quería decirle algo pero no se le entendía. Y el hijo tuvo una pésima idea, que al principio le pareció muy buena. Le trajo papel y bolígrafo para que escribiera lo que quería decir. Él se puso manos a la obra y aquella letra impecable, que tanto le había distinguido como el pasante de abogado de mejor caligrafía, se convirtió en renglones torcidos, llenos más de garabatos que de palabras. El padre dejó ir el bolígrafo herido de muerte en un órgano vital que no aparecía en ninguna radiografía. Entonces él le dijo cuánto se alegraba de que fuera su padre. Y se le reveló ese algo tan importante. Lo escribió días después.

Sigues siendo tú.
Ahí dentro estás.
Hablas y cuesta entenderte.
Has olvidado en qué año estamos, en qué calle vives.
Seguirás olvidando y confundiendo.
Tomas el lápiz y tu impecable letra tiembla, se vuelve inútil.
Te cansan tantos intentos para pedir un simple vaso de agua. Tantos intentos para seguir estando con nosotros, como siempre estuviste. No puedes comentar nada.
Pero eres tú.
Con una seguridad inexplicable, sé que eres tú. Sé que tras ese derrumbe biológico que cada día nos trae algo nuevo, estás tú y eres tú. El de toda la vida.
Calladito con tu bastón, sentado en un banco y mirándonos a todos, estás ahí, en el fondo de ti mismo. Con una mirada lista y en calma. Como si esperaras un taxi privado.
Y quien te quiere y te mira sin prisa, se ha dado cuenta. Se ha dado cuenta de que estás entero, aquí, hoy. Mañana también lo estarás, aunque nadie pueda reparar esos cables sueltos de tu cerebro que no dejan de enredar.
Sigues siendo tú. Lo he sabido en un instante feliz.

Podría ser que algo parecido a la misericordia decidiera ocuparse de que aquellos días de palabras mudas y preguntas sin respuestas se acabaran más pronto de lo que nadie había previsto.



domingo, 14 de octubre de 2012

Cuando morir es volver



Podría parecer que al poeta se le fue un poco la mano cuando escribió estos versos:

                              Me voy,
                              zarpo  ahora,
                              y podría volver
                              si no me siento satisfecho
                              con lo que he aprendido
                              al haber muerto.

         Robert Frost nació en San Francisco en 1874 y murió en Boston en 1963. Sin embargo, poco podían imaginarse  sus lectores, o tal vez el mismo Frost, que el desafío teñido de humor de su poema se convertiría en investigación científica no muchos años después de su muerte.

         El fenómeno de las personas que , rodeadas de un equipo médico, son dadas por clínicamente muertas, pero que al cabo de pocos minutos recuperan la vida y más tarde explican su extraordinario viaje a un no-lugar llamado “más allá”, se viene estudiando a fondo en las últimas cuatro décadas. Como es sabido, se le ha dado el nombre de experiencias cercanas a la muerte (ECM) y los casos conocidos son, a día de hoy,  muchos miles. Ya en 1982 un sondeo realizado en Estados Unidos por The Gallup Organization concluyó que un 5% de la población estadounidense había experimentado una experiencia cercana a la muerte. En 1998 se hizo una encuesta en Alemania y el porcentaje fue muy parecido.

         Creo que la historia de la investigación de estas realidades empieza con este nombre: George Richtie. Richtie era un joven estudiante de Medicina en 1943, cuando fue ingresado por neumonía doble. Entonces los antibióticos no eran aún de uso corriente y, tras una fiebre muy alta y un gran dolor en el pecho, murió. Así lo certificó el médico del hospital. Parece ser que un enfermero presente no quiso aceptar que no hubiera nada que hacer y propuso administrarle una inyección de adrenalina en el pecho. A los nueve minutos de su muerte clínica, George Richtie volvió a la vida. Tenía mucho que contar pero durante años no se atrevió.

                                     
         Con el tiempo se convirtió en psiquiatra y comenzó a compartir su experiencia en clases y conferencias. Por fin, en 1978, escribió un libro: “Regreso del mañana”. Richtie había vivido, en aquellos minutos de muerte clínica, algunas de las vivencias más características de este estado: dejar su cuerpo y observarlo tumbado en una cama de hospital, poder volar y ver los acontecimientos de su vida. Pero también otro rasgo más singular, como viajar a otras dimensiones. Lo recordaba todo con gran precisión.

         Uno de los asistentes a una de sus conferencias fue un estudiante de Filosofía llamado Raymond Moody. La historia de Richtie le impactó pero simplemente la guardó en su memoria. Fue cuatro años más tarde cuando Moody conoció a un estudiante de su universidad que también había regresado tras estar clínicamente muerto. Lo sorprendente era que su historia tenía muchos puntos de contacto con la de Richtie. Este fue, probablemente, el despegue de todos los abundantes estudios que luego se han ido produciendo, ya que Moody  inició entonces una  búsqueda de casos de resucitación clínica y pronto le fueron llegando historias. Tantas como para escribir el libro fundacional de las ECM: “Vida después de la vida”, del que se han vendido en todo el mundo 15 millones de ejemplares.

                    

         La clave de estos estudios, y lo que tiene especial sentido para tantos lectores, es que las historias se parecen mucho. Moody ha llegado a señalar doce características de estos viajes insospechados. Aunque no se repiten los doce rasgos siempre, la práctica totalidad de estas historias giran en torno a  algunas, o muchas, de estas vivencias. La que sigue es una de ellas.

         Fue en setiembre de 1978 cuando esta mujer se puso de parto. Ella y su marido fueron al hospital con la comadrona. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando ingresó en el quirófano, enseguida el equipo médico comenzó a moverse con nerviosismo y a comunicarse en voz baja. No le respondieron a la pregunta de si algo iba mal, pero le insistieron en que empezara a empujar. Ella les dijo que aún no tenía contracciones. Alguien acercó con prisa la mesita del instrumental quirúrgico. El marido se desmayó, y esto parece que fue lo último que vio aquella mujer. Lo que siguió ya era cosa de otra dimensión. Así lo contó ella cuando regresó.

         De golpe me doy cuenta de que estoy mirando hacia abajo, observando a una mujer tendida en la cama con las piernas sobre los estribos. Veo a las enfermeras y a los médicos, presas del pánico. Veo un charco de sangre sobre la cama y en el suelo. Veo unas enormes manos presionando con fuerza la barriga de la mujer. Y entonces veo a la mujer dando a luz a un niño. Se llevan al bebé a otra habitación de inmediato. Las enfermeras parecen abatidas.

         (…) De nuevo soy testigo de una gran conmoción. Veloz como una flecha, vuelo a través de un túnel oscuro. Me embarga un sentimiento de paz y dicha que me sobrepasa. Me siento intensamente satisfecha, feliz, serena y llena de paz. Oigo una música maravillosa. Contemplo hermosos colores y flores primorosas  de todos los colores del arco iris en un vasto prado. A lo lejos hay una bellísima luz, brillante y cálida. Ése es el lugar hacia el que debo marchar. Vislumbro una silueta con vestimenta clara. Esa figura me está esperando y extiende una mano. Tengo la sensación de que se trata de una bienvenida efusiva y afectuosa. Cogidas de la mano, nos movemos hacia esa hermosa y cálida luz. Entonces ella se desprende de mi mano y se da la vuelta. Siento que algo está tirando de mí. Reparo en una enfermera, que me abofetea con fuerza las mejillas y me llama por mi nombre.

         Esta mujer había tenido una hemorragia al comenzar el parto, pero al principio nadie se percató. La criatura nació muerta y ella también lo estuvo. En 1978, cuando esta historia sucedió, quienes vivían una experiencia cercana a la muerte solían guardarla en silencio. Era algo extraño; apenas había estudios sobre ello; la gente desconocía que era una vivencia bastante común en personas recuperadas de una muerte clínica, y nadie preguntaba  a los protagonistas qué recordaban de su muerte. Esta mujer tardó veinte años en encontrar a alguien (en su caso un psicólogo que la trataba de una depresión) que supiera de qué iba todo aquello y la animara a escribirlo. El salto adelante en el conocimiento general de las ECM , en estos últimos tiempos, ha sido debido al empeño y a las investigaciones de médicos y sociólogos. Quiero destacar, entre bastantes más, dos nombres decisivos.

         El primero es Elisabeth Kübler-Ross. Doctora en Medicina, “honoris causa” por varias universidades, era una experta mundial en tanatología y autora de libros conocidísimos, no solo entre el personal sanitario, sino entre el público en general, como “Sobre la muerte y los moribundos”. Fue precisamente su dedicación intensa al cuidado de  los enfermos incurables, cuando la medicina solía retirarse al concluir que ya nada se podía hacer, la que le llevó sin pretenderlo a descubrir un caso de experiencia cercana a la muerte: el de la señora Schwarz, muy parecido al relatado anteriormente. Lo explica en su libro “La muerte: un amanecer”. A partir de ese momento, Kübler-Ross puso en marcha  una investigación en varios países, con gentes de todas las edades, razas y creencias, de personas que tenían algo que explicar tras estar  clínicamente muertas. Las conclusiones de su estudio coinciden con otros y ella las resumió así en un texto de 1980:

         Desde el momento en que dejamos nuestro cuerpo físico nos damos cuenta de que no sentimos ya ni pánico, ni miedo, ni pena. Nos percibimos a nosotros mismos como una entidad física integral. Siempre tenemos conciencia del lugar de la muerte, ya se trate de la habitación donde transcurrió la enfermedad, de nuestro propio dormitorio en el  que tuvimos el infarto o del lugar del accidente. Reconocemos muy claramente a las personas que forman parte de un equipo de reanimación o de un grupo que intenta sacar los restos de un cuerpo del coche accidentado. Estamos capacitados para mirar todo esto a una distancia de metros sin que nuestro estado espiritual esté verdaderamente implicado.


         Los estudios que impulsó Kübler-Ross abarcan tanto casos de resucitación como experiencias en coma o con moribundos. Kübler-Ross ha subrayado en sus conclusiones uno de los rasgos de las ECM: la presencia de seres queridos que habían muerto ya, aunque fuera muy poco tiempo antes, recibiendo a quien acababa de fallecer. Nadie muere solo, decía una y otra vez. La siguiente historia, en este caso de una mujer en su último suspiro, refleja este rasgo del viaje al más allá.

         La protagonista era una joven india americana. Fue atropellada y el conductor se dio a la fuga. Un extranjero acudió a auxiliarla. Cuando la tenía en sus brazos, la joven le dijo que se estaba muriendo, pero que había algo muy importante que podía hacer por ella. Si un día iba a la reserva india en que vivía su familia, que le dijera a su madre esto: “Que estaba bien y que su padre estaba ya muy cerca de ella”. Así expiró.

         El hombre se dirigió de inmediato a la reserva, que se hallaba a mil kilómetros del lugar del accidente. Cuando se lo explicó a la madre, ésta le informó de que el padre de la joven había muerto de un fallo cardiaco sólo una hora antes del accidente de la hija.

Los estudios sobre ECM no han dejado de crecer en las últimas décadas. Uno de lo más actualizados y completos  es “Consciencia más allá de la vida”, del cardiólogo holandés Pim van Lommel.

                                                
         En 1969, ya ejerciendo en un hospital, Van Lommel consiguió recuperar de un paro cardiaco a un paciente que había estado cuatro minutos inconsciente y con el corazón parado. Todo el equipo celebró el éxito, menos el paciente, que se mostró de entrada decepcionado por lo que había tenido que abandonar al volver a la vida. Un túnel, luz, colores, música, un hermoso paisaje componían la vivencia sorprendente de la que no deseaba marchar. Pim van Lommel no sabía de qué estaba hablando aquel hombre.

         Pero en 1986 leyó el libro que ya cité al principio: “Regreso del futuro” de George Richtie, y decidió indagar entre los pacientes que en su centro médico hubieran sobrevivido a una muerte clínica. Para su sorpresa, escuchó doce relatos, sobre un total de cincuenta reanimados, con rasgos muy parecidos. A partir de ahí comenzó su propia investigación durante veinte años, cuyo fruto es este “Consciencia más allá de la vida”. Son muchos los casos que relata. Escojo uno especialmente sorprendente.

         Vicki nació prematura, en 1951, y en la incubadora se  le suministró  oxígeno al 100%. Esto le provocó una ceguera total. A los 22 años sufrió un gravísimo accidente de coche que le produjo fractura de la base del cráneo y conmoción cerebral. En el hospital se afanaron en recuperarla, al principio sin éxito, cuando sus constantes fallaron. Lo relevante es que Vicki vio todo lo que estaba intentando el equipo médico. Para ella fue terrorífico en un primer momento, pues nunca había visto nada. Consiguió reconocerse por el anillo de boda (que conocía por el tacto) y por su pelo. Después dejó el hospital y llegó a donde, tal como explicó, “había árboles, pájaros y bastante gente, pero todo ello estaba hecho como de luz  Y podía verlo, y era increíble, realmente bonito, y me sentía aturdida por esa experiencia, porque antes ni siquiera era capaz de imaginar cómo era la luz.”

         Vicki contó que fue recibida por dos compañeras del colegio, Debby y Diane, también ciegas, que habían fallecido años atrás. Ya no eran niñas, y  “en aquel lugar parecían brillantes y hermosas, sanas y vitales.”
De nuevo el papel de los seres que reciben a quien comienza a adentrarse en el espacio más desconocido para los seres humanos. Van Lommel recoge más relatos que abundan en este hecho. Éste es otro de ellos.

         Durante mi experiencia cercana a la muerte a consecuencia de un paro cardiaco, vi tanto a mi abuela ya fallecida como a un hombre que me observaba afectuoso pero al cual yo no conocía. Transcurridos más de diez años, mi madre me confió en su lecho de muerte que yo había nacido de una relación extramatrimonial; mi padre biológico era un hombre judío que había sido deportado y exterminado en la Segunda Guerra Mundial. Mi madre me enseñó una fotografía. El hombre desconocido que había visto más de diez años antes durante mi ECM resultó ser mi padre biológico.

         Hago ahora un alto en las historias para formular una reflexión que reclama unas líneas. Se trata de una conclusión posible de estos relatos, recogida y tratada por Van Lommel y otros investigadores. Si el cerebro queda inactivo durante la experiencia cercana a la muerte (se han hecho comprobaciones irrebatibles, como el famoso caso de Pam Reynolds), todo apunta a que la mente humana puede actuar sin el cerebro, es decir, sin base biológica. Y, por tanto, aunque el cuerpo quede fulminado, el ser humano es algo más, mucho más, que continúa más allá de la vida, o mejor, en una siguiente etapa de la vida. No hace falta subrayar la trascendencia de esta posibilidad, hacia la que apuntan todas estas experiencias.

         Y ahora, una referencia personal. Mientras buscaba información para este “Cuando morir es volver”, yendo de caso en caso de regresos del más allá,  recibí el anuncio de la visita de unos amigos de mi familia. Se trata de un matrimonio en la década de los setenta, residentes a unos 400 Km. de mi ciudad, que una vez al año viajan para pasar unos días con todos nosotros. Y aquello que llamamos el misterio de la vida volvió a actuar, no sé cómo ni por qué. Yo había olvidado que ella estuvo clínicamente muerta. Sucedió hace más de veinte años. La llamaremos María. A su marido,Gabriel. Son personas comunicativas, aunque de este hecho nunca habíamos hablado. María no tuvo ningún problema en abrirme la puerta de su experiencia, aunque el rato en que conversamos estuvo rodeado de cierta solemnidad. Gabriel la escuchaba. Él también tuvo su papel, en el lado de acá, en este viaje de María, que transcribo con sus propias palabras.

         Un día al despertar me di cuenta de que había tenido un sueño y se lo expliqué al momento a mi marido. Se trataba de que me llevaban al hospital para hacerme una revisión completa. El caso es que entonces yo no me sentía mal, pero no lo dudamos y fuimos al hospital siguiendo el sueño. El primer médico me dijo que notaba algo en la matriz. El segundo, el ginecólogo, lo confirmó y quiso que me hiciera una ecografía. Así me detectaron un tumor del tamaño de un garbanzo en la matriz. Me propuso operar y yo no quise retrasarlo. Quedamos para la misma semana. Cuando estaba en la operación comenzó todo para mí.

         Sucedió al final de la intervención. El corazón de María se apagó. El médico salió del quirófano y tuvo que comunicarle a su marido que lo lamentaba mucho, pero que su esposa se les había ido. Tan irreversible fue el mensaje, que Gabriel llamó sin demora a los parientes más próximos para comunicar la defunción de María. Sin embargo, al cabo de un rato una enfermera, alborozada, le fue a buscar para darle la sorprendente noticia. El corazón de María había vuelto a latir. Estaba recuperando la conciencia. Lo que viene a continuación es lo que ella había vivido en aquellos minutos trágicos para su marido, y tan distintos para ella.

         De pronto me encontré viendo desde arriba cómo operaban a una mujer, que entonces no reconocí que fuera yo. Enseguida se formó a mi alrededor una energía luminosa; había muchos puntitos dorados. No era exactamente un túnel, pero la energía se iba abriendo paso mientras me llevaba adelante. No había ningún sonido, si acaso como una suave brisa que daba paz. Aunque al principio no había nadie, yo me sentía arropada por aquella energía. Divisé al fondo un grupo de gente con túnicas blancas. Vi un jardín, plantas, árboles ¡todo era precioso! Y una de aquellas personas abrió los brazos para recibirme. Yo quería llegar ya a ellos. Pero entonces se oyó una voz: “María, aún no es tu tiempo”. Esto es lo que dijo exactamente, y quien me esperaba con los brazos abiertos, los bajó de inmediato. Y fue como si la misma energía que me había llevado hasta allí me devolviera a mi cuerpo, aquel que al principio no había reconocido como mío.

         Los investigadores de estas experiencias han llegado a la conclusión de que quienes las viven salen transformadas de ellas, suelen dar un salto espiritual muy importante. Pregunté a María si algo había cambiado en ella.

         Sé positivamente que hay algo después. No tengo ningún miedo a morir. También sé que no se nos castiga. Somos nosotros los que nos castigamos con nuestras acciones.
         Y no me siento nunca sola. Agradezco cada día todo lo que tengo.

         Muchas otras historias, muchos otros nombres de investigadores podría añadir a la lista de protagonistas de este “Cuando morir es volver”, pero hay que poner un punto final. Sin embargo, tengo la sensación de que esta historia de revelaciones del camino desconocido que nos espera a todos, no ha hecho más que empezar.

        
  

martes, 18 de septiembre de 2012

Dos hombres en el mismo camino: Richard Bucke y Walt Whitman.



Esta historia también podía haberse titulado “Dos hombres y un destino”, como la famosa película, pero con una diferencia. Aquí el destino no hubiera sido simplemente el de ellos dos, sino también el destino de todos nosotros, los que estuvieron, los que estamos, los que llegarán a nuestro mundo. Lo diré de otro modo.

         Entrar en  el corazón de la experiencia vital de Richard Bucke y de Walt Whitman es vislumbrar un conocimiento y una actitud vital que parecen estar esperándonos a los demás, y de los que ellos, con diferentes palabras, mucho nos dejaron escrito. Esta vida que nos aguarda queda lejos de la mayoría de nosotros, pero se halla aquí mismo. Sería la dirección hacia la que lentamente estamos evolucionando, quizá no todos, quizá no siempre, incluso aunque a menudo pueda parecer todo lo contrario. Diré algo de las vidas de estos dos hombres, de su encuentro y, por supuesto, de ese mundo que ellos vieron y vivieron, y que por ahora tal vez a muchos nos parezca extraño, imposible, aunque su belleza nos conmueva.

         Richard Meurice Bucke nació en Inglaterra en 1837, pero al año su familia se instaló en Canadá y  a lo largo de su vida cruzó la frontera con Estados Unidos varias y decisivas veces. Walt Whitman era 18 años mayor. Nació el 1819 en Nueva York, en Long Island, isla a la que él llamará en su poesía con el nombre indio: Paumanok. Bucke será psiquiatra, y sentirá pasión por la poesía. Whitman será uno de los grandes poetas de América, y nos mostrará registros poco conocidos del alma humana. Inicio la historia de estos dos hombres por el más joven. Él nos llevará al encuentro de Whitman.

         ¿Por qué Richard Bucke dejó el hogar familiar, en Canadá, a los 17 años y se fue en busca de trabajo al Medio Oeste americano? ¿Tuvo mucho que ver que su madre muriera cuando tenía 7 años? ¿O que su madrastra muriera a sus 16? ¿O tal vez fuera la relación con su padre, un pastor protestante que además había sido su profesor, pues Bucke no fue a la escuela? ¿O sería la causa determinante una profunda inclinación por la aventura que, bajo otras formas, reaparecerá a lo largo de su vida? No he hallado respuesta a estas preguntas, pero el hecho es que durante más de tres años, el joven Bucke trabajó en distintos oficios y tuvo que afrontar situaciones límite en Estados Unidos. En una ocasión vivió un enfrentamiento con los indios shoshone, cuyo territorio estaba cruzando, y un tiempo más tarde la tragedia le rozó la cara y probablemente le avisó de que había llegado la hora de un cambio. Sucedió cuando atravesaba  unos montes en el Lejano Oeste. El grupo de exploradores con el que viajaba quedó atrapado en medio de un tiempo gélido. Su compañero de ruta y amigo Allen Grosh murió. Él perdió un dedo de una mano por congelación. Eran los días finales de 1857 y Richard Bucke volvió a casa. Pronto comenzaría una etapa muy distinta.

         En 1858 consiguió ingresar en una prestigiosa Facultad de Medicina de Canadá. Fue un buen estudiante y se licenció, con varios premios, cuatro años más tarde. Había orientado su vida hacia la medicina, ya para siempre, aunque no sería esta su única aventura vital en las siguientes décadas. Viajó a Londres y a París para completar estudios, y en 1865 se instaló definitivamente en Canadá para ejercer como doctor en medicina general. Serían diez años, tras los cuales comenzaría su decisiva etapa en un hospital psiquiátrico en Ontario, en una época en que tratar la llamada locura era entrar en un laberinto a oscuras. Bucke fue, hasta cierto punto, un reformador y favoreció el trato cercano con los pacientes, la práctica de los deportes y lo que hoy llamaríamos terapia ocupacional, buscando nuevos caminos de tratamiento de la insania mental.

                                                                           

         Pero fue en la década anterior, la que va de 1865 a 1875, cuando sucedieron en la vida de Bucke dos hechos fundamentales, y relacionados entre sí, que son los que me han movido a escribir sobre él. A Bucke le gustaba la poesía y tal vez por ello un amigo geólogo, Thomas Sterry, le dio a conocer “Hojas de hierba”, la obra poética de Walt Whitman. Fue una revelación.

         ¿Ha supuesto alguien que es venturoso nacer?
         Me apresuro a informar a él o a ella que lo es tanto como morir.
         Y sé lo que digo.
         Muero con los que agonizan y nazco con el bebé recién lavado,
                   y no quepo entre mi sombrero y mis zapatos.
         Y escruto diversos objetos: no hay dos iguales y cada uno es bueno.
         Buena la tierra y buenas las estrellas y bueno cuanto va con ellas.

         Versos de esta índole conmocionaron a Bucke. No sólo a él, pues las sucesivas ediciones de “Hojas de hierba” no dejarían indiferente a casi ningún lector. O deslumbraban o suscitaban rechazo. Bucke fue mucho más que un lector devoto del poeta americano. Sin saberlo había  tomado contacto con un autor clásico de la literatura, con un amigo, con un  paciente y con un mensaje en clave de su destino que pronto le cambiaría la vida. Mientras tanto, Bucke aprendía de memoria muchísimos versos de los largos poemas de Whitman. Como  éstos, probablemente:

Al comenzar mis estudios, el primer paso me agradó tanto,
el mero hecho de la conciencia, estas formas, el poder del movimiento,
el último insecto o animal, los sentidos, la vista, el amor;
el primer paso, como digo, me sobrecogió, agradándome tanto
que apenas he avanzado algo y apenas he deseado continuar.
Casi prefiero detenerme y vagar para siempre, con el fin de cantarlo
 en canciones extáticas.


                            

         Cuando  en 1877 Bucke viaja a New Jersey para conocer a Walt Whitman, éste ya tiene 58 años. Había sido el segundo de nueve hijos, en una familia que acabó teniendo graves problemas económicos. A los once años abandonó los estudios y comenzó a trabajar. En su ajetreada existencia habrá años de impresor, de maestro, de periodista (llegó a tener su propio periódico) y de ayudante de fiscal. La Guerra de Sucesión (1861-1865)  la vivió con los ojos bien abiertos y la cabeza entre los partidarios de la abolición de la esclavitud. Conmovido por los cuerpos heridos en las batallas, se alistó como enfermero voluntario. Admiró a Abraham Lincoln y le dedicó algunos poemas. Uno de ellos, el que empieza con “¡Oh, capitán, mi capitán!”, gozó de una popularidad añadida a finales del sigloXX,  gracias a una famosa película: “El club de los poetas muertos”. Era el sobrenombre con el que un revolucionario profesor de Literatura de un tradicional colegio americano, proponía a sus alumnos que le llamaran, en vez del convencional “Profesor Keating”.


                            

         En 1855,apareció la primera edición de “Hojas de hierba”, con 12 poemas y costeada por el mismo autor. Al año siguiente, la segunda, con 32 poemas, ya a cargo de un editor. La obra no dejaría de crecer en sucesivas impresiones. Walt Whitman le añadiría poemas hasta la versión definitiva, en 1892, poco antes de fallecer. Whitman escribía sin contar las sílabas ni rimar sus versos, transgrediendo la norma vigente en poesía. El ritmo estaba en las palabras y en un desbordamiento del sentimiento hacia todo, en una proximidad con lo menos nombrado, como nunca antes  se había cantado.

En todas las personas me veo a mí mismo. Nada más y absolutamente
nada menos;
y lo bueno o malo que de mí mismo digo lo digo de los demás.
Sé que soy fuerte y saludable.
Hacia mí los objetos convergentes del universo fluyen continuamente
en forma de mensaje escrito. Debo descifrarlo.

Sé que soy inmortal.
Sé que esta órbita mía no puede ser eliminada por el compás
del carpintero.
Sé que no moriré como muere el fulgor del tizón agitado por el niño
en la noche.

         Esta ampliación del radio del corazón posiblemente impactó en Bucke más hondamente de lo que él pudo captar en un principio. Era uno de los ingredientes esenciales en “Hojas de hierba” y conviene retenerlo en la memoria por lo que pronto se explicará de Bucke, una noche en Londres.

A través de mí, muchas voces mudas durante mucho tiempo.
Voces de interminables generaciones de prisioneros y esclavos;
voces de enfermos y de desesperados y de ladrones y enanos;
voces de ciclos de preparación y crecimiento
y de los lazos que unen a las estrellas y de las matrices
y de la simiente paterna
y de los derechos de aquellos a quienes otros sojuzgan;
de los deformados, los triviales, chatos, tontos, despreciados.
Niebla en el aire, escarabajos que hacen rodar bolas de estiércol.

 En 1873 Whitman sufrió su primer infarto cerebral, que le dejó secuelas físicas en forma de parálisis. Vivía  en New Jersey, comenzaba a ser muy conocido no sólo en América, también en Inglaterra. El famoso escritor británico Oscar Wilde le visitó. Era el año 1882. Cinco años antes lo había hecho Richard Bucke. Cuando viajó para conocer personalmente al poeta, no sólo llevaba consigo su admiración, sino una vivencia arrasadora, aunque brevísima, acaecida un tiempo atrás y en la que Whitman, indirectamente, algo había tenido que ver. Habrá que volver ahora al médico de Canadá que leía poesía. Va a ser el momento clave de su existencia.

         Ocurrió en un viaje de Bucke a Londres en 1872. En aquel tiempo
 él ejercía de médico en Canadá  y estaba casado con Jessie Gurd desde el 1865, con quien llegaría a tener ocho hijos. Posiblemente por motivos profesionales le encontramos en Londres. Una noche visitó a unos amigos, al parecer también amantes de la poesía. La velada estará marcada por la lectura de poemas: de Keats, de Shelley y, sobre todo, de Walt Whitman. Que Bucke se hallaba inspirado y con una notable elevación de espíritu cuando se despidió, parece evidente. Pero no suficiente para justificar lo que a los pocos minutos le sucedió. Estaba en el coche de caballos que le llevaba de vuelta a su habitación. Se sentía muy distendido mientras recordaba momentos dichosos de aquel encuentro con  amigos y versos. Él contó así lo que al poco le sobrevino:

         De súbito, sin aviso de tipo alguno, me encontré envuelto en una nube del color de las llamas. Por un momento pensé que había fuego, una inmensa fogata en algún lugar cerca de la ciudad; más tarde pensé que el fuego estaba dentro de mí. Inmediatamente me sobrevino un sentimiento de alegría, de felicidad inmensa acompañada o seguida de una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, no llegué simplemente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que por el contrario constituye una presencia viva; me hice así consciente de la vida eterna. No era la convicción de que alcanzaría la vida eterna, sino la consciencia de que ya la poseía; vi que todos los seres humanos son inmortales, que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura.

         Lo que Richard Bucke  vivió sería el mayor regalo que  podrían recibir tantos buscadores que se han preguntado por el misterio de la vida. Principalmente porque no fue obra de su pensamiento. Bucke bien se encargó de aclarar que vio, que supo de una manera profunda, irrebatible, el alcance último de la existencia de todo. La iluminación se produjo, o le fue concedida, pero no la creó su mente individual. Y tuvo esa visión total en pocos segundos, según afirmó. Es momento de sostener en una mano las palabras de Bucke y en la otra las de Whitman. Lo que dejó escrito, muy en esencia, el psiquiatra fue:

         (…)que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura.

         Y Whitman había escrito:

Con rapidez eleváronse y extendiéronse en torno a mí la paz y
el conocimiento que están más allá de toda discusión en la tierra.
Y sé que la mano de Dios es mi propia promesa
y se que el espíritu de Dios es hermano del mío
y que todos los hombres que han existido son también mis hermanos
y las mujeres, mis hermanas y amantes,
y que uno de los pilares de la creación es el amor,
y que no tienen fin las hojas de los campos, rígidas o lánguidas,
y que tampoco lo tienen las hormigas morenas
 en sus pequeños pozos subterráneos,
ni las costras mohosas del seto, las piedras amontonadas, el saúco,
         el pasto y la cizaña.

         Bucke y Whitman crearon una profunda amistad  a partir de su encuentro en 1877. Aquél se convirtió también en su médico y en una de sus personas de confianza. Con los años incluso escribió una biografía del poeta y colaboró en la edición de sus obras completas. Pero hay más.

         Bucke quedó ciertamente marcado por su experiencia de aquella noche. No era para menos. Y le dio un nombre: “conciencia cósmica”. Durante años se dedicó a estudiarla y en 1901 apareció su libro con el mismo título, hoy un clásico sobre la evolución de la consciencia humana.


                            

         Dos de sus conclusiones es imprescindible subrayarlas. Una, que tal experiencia de visión iluminada la habían tenido, entre otros, algunos nombres conocidos de la historia: Buda, Jesús, San Pablo, Plotino, Mahoma, Dante, San Juan de la Cruz, Ramakrishna, William Blake…y Walt  Whitman.  La otra, que la conciencia cósmica era el siguiente estadio de evolución de la humanidad. La primera etapa había sido la de la “conciencia simple”, el registro de las sensaciones. La segunda, en la que la humanidad se mueve hoy, sería la conciencia individual. En sus palabras: (el ser humano) “ se da cuenta  de que es una criatura  separada o autoexistente dentro de un mundo del que se encuentra aparte”.  La conciencia cósmica, experimentada de forma creciente cada vez por más individuos, sería ese mundo (interior), ese fulgor de sabiduría y amor, que nos estaría esperando  en algún recodo de nuestro camino evolutivo. Bucke lo vivió en unos segundos de luz imborrable y escribió un ensayo decisivo sobre ello. Según él, Whitman ya estaba impregnado de tal vivencia y sus versos irradiaban esa fusión con todo, alimentada de amor por todo. La pasión que los primeros poemas de Whitman habían despertado en Bucke, el impacto que le produjo conocerlo personalmente, la lectura de sus versos en la noche en que tuvo su iluminación, o la gran confianza que Whitman depositó en él, colaborando en la escritura de su primera biografía que Bucke escribió, viajando a Canadá y hospedándose un tiempo en su casa, confiándole la edición de su obra póstuma…todo parecía estar llevado por un hilo que les unía : el mismo descubrimiento de la grandeza de corazón y la profundidad de comprensión a las que el ser humano está llamado.

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Llegamos al fin del trayecto de estos “dos hombres en el mismo camino”. Whitman se apagó en 1892, cuatro años después de sufrir otra parálisis. Richard Bucke, que le había guiado a distancia como médico, estuvo con él en sus momentos finales. Quizá en sus últimos días el poeta se dedicaba a revivir lo que había escrito tiempo atrás:

         Ahora me limitaré a escuchar,
         para que cuanto escucho enriquezca este cantar
         y los sonidos contribuyan a acrecentarlo.
         Oigo arias de bravura a cargo de pájaros, el murmurar del trigo
         que se agita, chismorreos de llamas, el crepitar de maderas
         que cocinan mi comida.
         Oigo el sonido que amo: el sonido de la voz humana.
         Oigo todos los sonidos al mismo tiempo, combinados, fundidos
         o siguiéndose.
         (…)
         Por fin me incorporo de nuevo para sentir el enigma de los enigmas,
          que llamamos la Existencia.


                                        

         Richard Meurice Bucke no pudo estar apenas presente en el éxito de su libro. Un año después de su aparición (1901), resbaló frente a su casa a causa del hielo y falleció como consecuencia de las heridas. Era febrero de 1902. Tal vez no le importó. Había vivido sesenta y cinco años  con gran intensidad. Además tenía una cita pendiente a la que no podía acudir sin previamente cerrar  los ojos de manera definitiva . Ésta era la dedicatoria con que se iniciaba su libro “Conciencia cósmica”, dirigida a su hijo  Maurice Andrews Bucke, que había fallecido dos años antes a los 31 años .

         Querido Maurice:

         Hace  un año, en la aurora de la juventud, de la salud y de la fuerza, en un segundo, un terrible y fatal accidente te ha llevado para siempre de este mundo donde tu madre y yo todavía vivimos. De todos los jóvenes que he conocido, tú eras el más puro, el más noble, el más honrado, el de mejor corazón. (…) Cómo nos hemos sentido con ocasión de tu pérdida –cómo aún nos sentimos- no lo registraría, aunque pudiese. Deseo hablar aquí de mi esperanza confiada, no de mi dolor.

Yo diría que, mediante las experiencias que constituyen la base  de este volumen, he aprendido que, pese a la muerte y a la sepultura, a pesar  de que te encuentres más allá del alcance de nuestra vista y oído, aunque el universo sensorial dé testimonio de tu ausencia, tú no estás muerto ni de hecho ausente. Tú permaneces vivo y bien, y no te encuentras lejos de mí en este momento.

         (...) Ahora falta apenas un poco más para que estemos juntos otra vez y con nosotros estarán aquellas otras almas nobles y amadas que han partido antes. Estoy convencido de que te encontraré y a ellas también; tú y yo conversaremos acerca de mil cosas. Y percibiremos claramente que todo formaba parte de un plan infinito que era sabio y bueno. ¿Tú me ves y apruebas mientras escribo estas palabras? En ese caso sabes cuánto te quería mientras has vivido lo que aquí denominamos vida, y cómo te has vuelto más querido desde entonces.

         Debido a los vínculos indisolubles de nacimiento y muerte, forjados entre nosotros por la naturaleza y por el destino, gracias a mi amor y a mi tristeza, y por encima de todo a causa de la confianza inextinguible e infinita que existe en mi corazón, te dedico a ti mi libro.

¡Hasta pronto, mi querido muchacho!
          Tu padre

Whitman y Bucke en un mismo camino. La poesía del primero era un abrazo inagotable hacia cualquier fragmento de vida. Bucke descubrió que la realidad, la creación para algunos, es el proyecto de un gran abrazo.

Aquí acaba esta historia.