Lola Hurtado. Óleo.


martes, 18 de septiembre de 2012

Dos hombres en el mismo camino: Richard Bucke y Walt Whitman.



Esta historia también podía haberse titulado “Dos hombres y un destino”, como la famosa película, pero con una diferencia. Aquí el destino no hubiera sido simplemente el de ellos dos, sino también el destino de todos nosotros, los que estuvieron, los que estamos, los que llegarán a nuestro mundo. Lo diré de otro modo.

         Entrar en  el corazón de la experiencia vital de Richard Bucke y de Walt Whitman es vislumbrar un conocimiento y una actitud vital que parecen estar esperándonos a los demás, y de los que ellos, con diferentes palabras, mucho nos dejaron escrito. Esta vida que nos aguarda queda lejos de la mayoría de nosotros, pero se halla aquí mismo. Sería la dirección hacia la que lentamente estamos evolucionando, quizá no todos, quizá no siempre, incluso aunque a menudo pueda parecer todo lo contrario. Diré algo de las vidas de estos dos hombres, de su encuentro y, por supuesto, de ese mundo que ellos vieron y vivieron, y que por ahora tal vez a muchos nos parezca extraño, imposible, aunque su belleza nos conmueva.

         Richard Meurice Bucke nació en Inglaterra en 1837, pero al año su familia se instaló en Canadá y  a lo largo de su vida cruzó la frontera con Estados Unidos varias y decisivas veces. Walt Whitman era 18 años mayor. Nació el 1819 en Nueva York, en Long Island, isla a la que él llamará en su poesía con el nombre indio: Paumanok. Bucke será psiquiatra, y sentirá pasión por la poesía. Whitman será uno de los grandes poetas de América, y nos mostrará registros poco conocidos del alma humana. Inicio la historia de estos dos hombres por el más joven. Él nos llevará al encuentro de Whitman.

         ¿Por qué Richard Bucke dejó el hogar familiar, en Canadá, a los 17 años y se fue en busca de trabajo al Medio Oeste americano? ¿Tuvo mucho que ver que su madre muriera cuando tenía 7 años? ¿O que su madrastra muriera a sus 16? ¿O tal vez fuera la relación con su padre, un pastor protestante que además había sido su profesor, pues Bucke no fue a la escuela? ¿O sería la causa determinante una profunda inclinación por la aventura que, bajo otras formas, reaparecerá a lo largo de su vida? No he hallado respuesta a estas preguntas, pero el hecho es que durante más de tres años, el joven Bucke trabajó en distintos oficios y tuvo que afrontar situaciones límite en Estados Unidos. En una ocasión vivió un enfrentamiento con los indios shoshone, cuyo territorio estaba cruzando, y un tiempo más tarde la tragedia le rozó la cara y probablemente le avisó de que había llegado la hora de un cambio. Sucedió cuando atravesaba  unos montes en el Lejano Oeste. El grupo de exploradores con el que viajaba quedó atrapado en medio de un tiempo gélido. Su compañero de ruta y amigo Allen Grosh murió. Él perdió un dedo de una mano por congelación. Eran los días finales de 1857 y Richard Bucke volvió a casa. Pronto comenzaría una etapa muy distinta.

         En 1858 consiguió ingresar en una prestigiosa Facultad de Medicina de Canadá. Fue un buen estudiante y se licenció, con varios premios, cuatro años más tarde. Había orientado su vida hacia la medicina, ya para siempre, aunque no sería esta su única aventura vital en las siguientes décadas. Viajó a Londres y a París para completar estudios, y en 1865 se instaló definitivamente en Canadá para ejercer como doctor en medicina general. Serían diez años, tras los cuales comenzaría su decisiva etapa en un hospital psiquiátrico en Ontario, en una época en que tratar la llamada locura era entrar en un laberinto a oscuras. Bucke fue, hasta cierto punto, un reformador y favoreció el trato cercano con los pacientes, la práctica de los deportes y lo que hoy llamaríamos terapia ocupacional, buscando nuevos caminos de tratamiento de la insania mental.

                                                                           

         Pero fue en la década anterior, la que va de 1865 a 1875, cuando sucedieron en la vida de Bucke dos hechos fundamentales, y relacionados entre sí, que son los que me han movido a escribir sobre él. A Bucke le gustaba la poesía y tal vez por ello un amigo geólogo, Thomas Sterry, le dio a conocer “Hojas de hierba”, la obra poética de Walt Whitman. Fue una revelación.

         ¿Ha supuesto alguien que es venturoso nacer?
         Me apresuro a informar a él o a ella que lo es tanto como morir.
         Y sé lo que digo.
         Muero con los que agonizan y nazco con el bebé recién lavado,
                   y no quepo entre mi sombrero y mis zapatos.
         Y escruto diversos objetos: no hay dos iguales y cada uno es bueno.
         Buena la tierra y buenas las estrellas y bueno cuanto va con ellas.

         Versos de esta índole conmocionaron a Bucke. No sólo a él, pues las sucesivas ediciones de “Hojas de hierba” no dejarían indiferente a casi ningún lector. O deslumbraban o suscitaban rechazo. Bucke fue mucho más que un lector devoto del poeta americano. Sin saberlo había  tomado contacto con un autor clásico de la literatura, con un amigo, con un  paciente y con un mensaje en clave de su destino que pronto le cambiaría la vida. Mientras tanto, Bucke aprendía de memoria muchísimos versos de los largos poemas de Whitman. Como  éstos, probablemente:

Al comenzar mis estudios, el primer paso me agradó tanto,
el mero hecho de la conciencia, estas formas, el poder del movimiento,
el último insecto o animal, los sentidos, la vista, el amor;
el primer paso, como digo, me sobrecogió, agradándome tanto
que apenas he avanzado algo y apenas he deseado continuar.
Casi prefiero detenerme y vagar para siempre, con el fin de cantarlo
 en canciones extáticas.


                            

         Cuando  en 1877 Bucke viaja a New Jersey para conocer a Walt Whitman, éste ya tiene 58 años. Había sido el segundo de nueve hijos, en una familia que acabó teniendo graves problemas económicos. A los once años abandonó los estudios y comenzó a trabajar. En su ajetreada existencia habrá años de impresor, de maestro, de periodista (llegó a tener su propio periódico) y de ayudante de fiscal. La Guerra de Sucesión (1861-1865)  la vivió con los ojos bien abiertos y la cabeza entre los partidarios de la abolición de la esclavitud. Conmovido por los cuerpos heridos en las batallas, se alistó como enfermero voluntario. Admiró a Abraham Lincoln y le dedicó algunos poemas. Uno de ellos, el que empieza con “¡Oh, capitán, mi capitán!”, gozó de una popularidad añadida a finales del sigloXX,  gracias a una famosa película: “El club de los poetas muertos”. Era el sobrenombre con el que un revolucionario profesor de Literatura de un tradicional colegio americano, proponía a sus alumnos que le llamaran, en vez del convencional “Profesor Keating”.


                            

         En 1855,apareció la primera edición de “Hojas de hierba”, con 12 poemas y costeada por el mismo autor. Al año siguiente, la segunda, con 32 poemas, ya a cargo de un editor. La obra no dejaría de crecer en sucesivas impresiones. Walt Whitman le añadiría poemas hasta la versión definitiva, en 1892, poco antes de fallecer. Whitman escribía sin contar las sílabas ni rimar sus versos, transgrediendo la norma vigente en poesía. El ritmo estaba en las palabras y en un desbordamiento del sentimiento hacia todo, en una proximidad con lo menos nombrado, como nunca antes  se había cantado.

En todas las personas me veo a mí mismo. Nada más y absolutamente
nada menos;
y lo bueno o malo que de mí mismo digo lo digo de los demás.
Sé que soy fuerte y saludable.
Hacia mí los objetos convergentes del universo fluyen continuamente
en forma de mensaje escrito. Debo descifrarlo.

Sé que soy inmortal.
Sé que esta órbita mía no puede ser eliminada por el compás
del carpintero.
Sé que no moriré como muere el fulgor del tizón agitado por el niño
en la noche.

         Esta ampliación del radio del corazón posiblemente impactó en Bucke más hondamente de lo que él pudo captar en un principio. Era uno de los ingredientes esenciales en “Hojas de hierba” y conviene retenerlo en la memoria por lo que pronto se explicará de Bucke, una noche en Londres.

A través de mí, muchas voces mudas durante mucho tiempo.
Voces de interminables generaciones de prisioneros y esclavos;
voces de enfermos y de desesperados y de ladrones y enanos;
voces de ciclos de preparación y crecimiento
y de los lazos que unen a las estrellas y de las matrices
y de la simiente paterna
y de los derechos de aquellos a quienes otros sojuzgan;
de los deformados, los triviales, chatos, tontos, despreciados.
Niebla en el aire, escarabajos que hacen rodar bolas de estiércol.

 En 1873 Whitman sufrió su primer infarto cerebral, que le dejó secuelas físicas en forma de parálisis. Vivía  en New Jersey, comenzaba a ser muy conocido no sólo en América, también en Inglaterra. El famoso escritor británico Oscar Wilde le visitó. Era el año 1882. Cinco años antes lo había hecho Richard Bucke. Cuando viajó para conocer personalmente al poeta, no sólo llevaba consigo su admiración, sino una vivencia arrasadora, aunque brevísima, acaecida un tiempo atrás y en la que Whitman, indirectamente, algo había tenido que ver. Habrá que volver ahora al médico de Canadá que leía poesía. Va a ser el momento clave de su existencia.

         Ocurrió en un viaje de Bucke a Londres en 1872. En aquel tiempo
 él ejercía de médico en Canadá  y estaba casado con Jessie Gurd desde el 1865, con quien llegaría a tener ocho hijos. Posiblemente por motivos profesionales le encontramos en Londres. Una noche visitó a unos amigos, al parecer también amantes de la poesía. La velada estará marcada por la lectura de poemas: de Keats, de Shelley y, sobre todo, de Walt Whitman. Que Bucke se hallaba inspirado y con una notable elevación de espíritu cuando se despidió, parece evidente. Pero no suficiente para justificar lo que a los pocos minutos le sucedió. Estaba en el coche de caballos que le llevaba de vuelta a su habitación. Se sentía muy distendido mientras recordaba momentos dichosos de aquel encuentro con  amigos y versos. Él contó así lo que al poco le sobrevino:

         De súbito, sin aviso de tipo alguno, me encontré envuelto en una nube del color de las llamas. Por un momento pensé que había fuego, una inmensa fogata en algún lugar cerca de la ciudad; más tarde pensé que el fuego estaba dentro de mí. Inmediatamente me sobrevino un sentimiento de alegría, de felicidad inmensa acompañada o seguida de una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, no llegué simplemente a creer sino que vi que el universo no está compuesto de materia muerta, sino que por el contrario constituye una presencia viva; me hice así consciente de la vida eterna. No era la convicción de que alcanzaría la vida eterna, sino la consciencia de que ya la poseía; vi que todos los seres humanos son inmortales, que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura.

         Lo que Richard Bucke  vivió sería el mayor regalo que  podrían recibir tantos buscadores que se han preguntado por el misterio de la vida. Principalmente porque no fue obra de su pensamiento. Bucke bien se encargó de aclarar que vio, que supo de una manera profunda, irrebatible, el alcance último de la existencia de todo. La iluminación se produjo, o le fue concedida, pero no la creó su mente individual. Y tuvo esa visión total en pocos segundos, según afirmó. Es momento de sostener en una mano las palabras de Bucke y en la otra las de Whitman. Lo que dejó escrito, muy en esencia, el psiquiatra fue:

         (…)que el orden cósmico es tal que, sin duda, todas las cosas trabajaban juntas por el bien de todas y cada una de ellas; que el principio básico del mundo, de todos los mundos, es el que llamamos amor; y que la felicidad de cada uno y de todos es, a largo plazo, absolutamente segura.

         Y Whitman había escrito:

Con rapidez eleváronse y extendiéronse en torno a mí la paz y
el conocimiento que están más allá de toda discusión en la tierra.
Y sé que la mano de Dios es mi propia promesa
y se que el espíritu de Dios es hermano del mío
y que todos los hombres que han existido son también mis hermanos
y las mujeres, mis hermanas y amantes,
y que uno de los pilares de la creación es el amor,
y que no tienen fin las hojas de los campos, rígidas o lánguidas,
y que tampoco lo tienen las hormigas morenas
 en sus pequeños pozos subterráneos,
ni las costras mohosas del seto, las piedras amontonadas, el saúco,
         el pasto y la cizaña.

         Bucke y Whitman crearon una profunda amistad  a partir de su encuentro en 1877. Aquél se convirtió también en su médico y en una de sus personas de confianza. Con los años incluso escribió una biografía del poeta y colaboró en la edición de sus obras completas. Pero hay más.

         Bucke quedó ciertamente marcado por su experiencia de aquella noche. No era para menos. Y le dio un nombre: “conciencia cósmica”. Durante años se dedicó a estudiarla y en 1901 apareció su libro con el mismo título, hoy un clásico sobre la evolución de la consciencia humana.


                            

         Dos de sus conclusiones es imprescindible subrayarlas. Una, que tal experiencia de visión iluminada la habían tenido, entre otros, algunos nombres conocidos de la historia: Buda, Jesús, San Pablo, Plotino, Mahoma, Dante, San Juan de la Cruz, Ramakrishna, William Blake…y Walt  Whitman.  La otra, que la conciencia cósmica era el siguiente estadio de evolución de la humanidad. La primera etapa había sido la de la “conciencia simple”, el registro de las sensaciones. La segunda, en la que la humanidad se mueve hoy, sería la conciencia individual. En sus palabras: (el ser humano) “ se da cuenta  de que es una criatura  separada o autoexistente dentro de un mundo del que se encuentra aparte”.  La conciencia cósmica, experimentada de forma creciente cada vez por más individuos, sería ese mundo (interior), ese fulgor de sabiduría y amor, que nos estaría esperando  en algún recodo de nuestro camino evolutivo. Bucke lo vivió en unos segundos de luz imborrable y escribió un ensayo decisivo sobre ello. Según él, Whitman ya estaba impregnado de tal vivencia y sus versos irradiaban esa fusión con todo, alimentada de amor por todo. La pasión que los primeros poemas de Whitman habían despertado en Bucke, el impacto que le produjo conocerlo personalmente, la lectura de sus versos en la noche en que tuvo su iluminación, o la gran confianza que Whitman depositó en él, colaborando en la escritura de su primera biografía que Bucke escribió, viajando a Canadá y hospedándose un tiempo en su casa, confiándole la edición de su obra póstuma…todo parecía estar llevado por un hilo que les unía : el mismo descubrimiento de la grandeza de corazón y la profundidad de comprensión a las que el ser humano está llamado.

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Llegamos al fin del trayecto de estos “dos hombres en el mismo camino”. Whitman se apagó en 1892, cuatro años después de sufrir otra parálisis. Richard Bucke, que le había guiado a distancia como médico, estuvo con él en sus momentos finales. Quizá en sus últimos días el poeta se dedicaba a revivir lo que había escrito tiempo atrás:

         Ahora me limitaré a escuchar,
         para que cuanto escucho enriquezca este cantar
         y los sonidos contribuyan a acrecentarlo.
         Oigo arias de bravura a cargo de pájaros, el murmurar del trigo
         que se agita, chismorreos de llamas, el crepitar de maderas
         que cocinan mi comida.
         Oigo el sonido que amo: el sonido de la voz humana.
         Oigo todos los sonidos al mismo tiempo, combinados, fundidos
         o siguiéndose.
         (…)
         Por fin me incorporo de nuevo para sentir el enigma de los enigmas,
          que llamamos la Existencia.


                                        

         Richard Meurice Bucke no pudo estar apenas presente en el éxito de su libro. Un año después de su aparición (1901), resbaló frente a su casa a causa del hielo y falleció como consecuencia de las heridas. Era febrero de 1902. Tal vez no le importó. Había vivido sesenta y cinco años  con gran intensidad. Además tenía una cita pendiente a la que no podía acudir sin previamente cerrar  los ojos de manera definitiva . Ésta era la dedicatoria con que se iniciaba su libro “Conciencia cósmica”, dirigida a su hijo  Maurice Andrews Bucke, que había fallecido dos años antes a los 31 años .

         Querido Maurice:

         Hace  un año, en la aurora de la juventud, de la salud y de la fuerza, en un segundo, un terrible y fatal accidente te ha llevado para siempre de este mundo donde tu madre y yo todavía vivimos. De todos los jóvenes que he conocido, tú eras el más puro, el más noble, el más honrado, el de mejor corazón. (…) Cómo nos hemos sentido con ocasión de tu pérdida –cómo aún nos sentimos- no lo registraría, aunque pudiese. Deseo hablar aquí de mi esperanza confiada, no de mi dolor.

Yo diría que, mediante las experiencias que constituyen la base  de este volumen, he aprendido que, pese a la muerte y a la sepultura, a pesar  de que te encuentres más allá del alcance de nuestra vista y oído, aunque el universo sensorial dé testimonio de tu ausencia, tú no estás muerto ni de hecho ausente. Tú permaneces vivo y bien, y no te encuentras lejos de mí en este momento.

         (...) Ahora falta apenas un poco más para que estemos juntos otra vez y con nosotros estarán aquellas otras almas nobles y amadas que han partido antes. Estoy convencido de que te encontraré y a ellas también; tú y yo conversaremos acerca de mil cosas. Y percibiremos claramente que todo formaba parte de un plan infinito que era sabio y bueno. ¿Tú me ves y apruebas mientras escribo estas palabras? En ese caso sabes cuánto te quería mientras has vivido lo que aquí denominamos vida, y cómo te has vuelto más querido desde entonces.

         Debido a los vínculos indisolubles de nacimiento y muerte, forjados entre nosotros por la naturaleza y por el destino, gracias a mi amor y a mi tristeza, y por encima de todo a causa de la confianza inextinguible e infinita que existe en mi corazón, te dedico a ti mi libro.

¡Hasta pronto, mi querido muchacho!
          Tu padre

Whitman y Bucke en un mismo camino. La poesía del primero era un abrazo inagotable hacia cualquier fragmento de vida. Bucke descubrió que la realidad, la creación para algunos, es el proyecto de un gran abrazo.

Aquí acaba esta historia.