Lola Hurtado. Óleo.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Antonio Blay estuvo aquí



Antonio Blay estuvo aquí, viviendo muy cerca de la que era mi casa hasta que tomó el último tren de la vida, y quisiera explicar qué importancia tuvo esto. Yo había iniciado en el 1980, recuerdo casi el día exacto y, desde luego, el motivo, un intento de entender mejor las cosas. O dicho sin más, de pronto me di cuenta de que tenía mucho por descubrir: dentro de mí, en los demás y donde los ojos de este mundo comienzan a ver borroso. Así que comencé a moverme. Lecturas nuevas, algunas conferencias, un poco de silencio interior…Supongo que iba haciendo lo que podía, pero desde luego le ponía ganas. Lo que nadie me dijo fue que Antonio Blay  mantenía diálogos sobre su ya extensa obra en su propia casa, que estaba a tres manzanas de la mía. Me enteré poco antes de aquel día de agosto de 1985 en que dejó de dar cursos definitivamente.

         Y explico esto porque conocer a  Blay me hubiera venido muy bien, tal como fui descubriendo años más tarde. Antonio Blay (1924-1985) había ejercido la psicología clínica, y antes había dirigido una institución bastante conocida en los años sesenta: la Ciudad de los Muchachos. Compaginó su trabajo y su familia (tuvo esposa y dos hijas) con viajes de formación a Suiza y a la India y con una gran dedicación al estudio. Comenzó a escribir libros y más tarde resolvió abandonar la práctica de la psicología y dedicarse sólo a dar cursos y conferencias. En Barcelona, Madrid, Bilbao, San Sebastián, Andalucía y Valencia.  El título más frecuente de sus encuentros era el de “Psicología de la autorrealización”. Pero se consideraba un psicólogo jubilado. Cuando le preguntaban qué era, decía que no sabía muy bien qué contestar, aunque era evidente que le traía sin cuidado. Hacía lo que deseaba hacer y lo hacía muy bien. Los asistentes a sus cursos lo corroboran y sus libros, más de treinta títulos, se han seguido vendiendo tras su muerte. Sin embargo, en su momento Blay era sólo conocido por círculos reducidos. Casi no concedió entrevistas y no aparecía en los medios de comunicación. Pese a las varias ediciones de su libro “Creatividad y plenitud de vida”, no fue el centro de ninguna campaña de promoción editorial, hasta donde yo he  podido saber. En nuestro siglo XXI, con el auge de la inteligencia emocional, el crecimiento personal, los diversos caminos de espiritualidad, y con la oferta de libros, revistas, programas de radio y de televisión que tratan de todo ello, hubiera sido difícil que Blay se mantuviera en el plano discreto que siempre deseó tener. Pero no es descartable que lo hubiera conseguido. Nunca quiso crear escuela, ni menos tener seguidores. Pretendía algo distinto y yo hubiera podido tomar apuntes de todo ello, en directo, si hubiera sabido que Blay estaba aquí mismo, explicando tantas cosas en mi barrio.

                                      

         Sin embargo, no es del todo cierto que yo no llegara a asistir a sus sesiones. En los años ochenta y noventa circulaban de mano en mano cintas de sus cursos. Las escuché repetidamente. Y sus libros estaban  en las librerías. Fueron llegando a mi biblioteca. De manera que la palabra de Blay me acompañó mucho y me hizo pensar más. E incluso puedo afirmar que, en cierto modo, llegué a conocer un poco a Blay. No he de forzar apenas el relato si digo que sí “asistí” a sus cursos y que “crucé” varias veces la puerta de su casa tras tantas horas de cintas y de libros. Así que éstas son algunas de las notas que tomé cuando “visitaba” a Antonio Blay, en aquel piso al que podía llegar como quien sale de casa para comprar el pan.

         El primer encuentro

Todo lo que explico ha de ser experimentado. No interesa decir “estoy de acuerdo”, sino ver si sirve de base para un trabajo, para una experiencia personal. Lo que yo diga no es para ser creído ni aceptado, sino para ser mirado.
        
         Así inició el ciclo de charlas aquel hombre de aspecto tan común que  no pretendía convencer ni demostrar nada, sino mostrar. Quedaba claro que sólo iba a proponer unas pistas para que cada uno hiciera un trabajo interior, y que esa experiencia personal era lo único que valdría la pena en aquel proyecto, al que él se refería como “autorrealización”. ¿Cómo había que entender aquella palabra clave? Decía que de dos maneras. Una era conseguir vivirse plenamente, ser uno mismo integrado en el mundo que nos rodea. Pero esto no era todo.

         La autorrealización es llegar a descubrir cuál es la identidad última de cada uno, quién o qué soy, no como seres humanos particulares sino como aquello que permanece idéntico a lo largo de todos los cambios de la vida. ¿Y por qué es importante descubrir la identidad? Porque cuando se logra se resuelve todo lo que es el anhelo de la vida, porque la persona realiza su plenitud más allá de todo lo soñado y porque es el único modo de que descubra el sentido de su existencia, y de que descubra cuanto hay más allá de lo que ahora entiende por existencia.
         La autorrealización es un trabajo de experiencia, no un sistema filosófico o teológico al que adherirse.

         El alcance de la propuesta de Blay me desconcertó y me emocionó a la vez. ¿Una identidad inalterable y común a todos los seres humanos? ¿De qué estaba hablando? Al principio había dicho que no intentáramos relacionar los contenidos de aquel curso con cosas que ya conociéramos. Yo, desde luego, no podía relacionar lo que él llamaba la identidad última con nada de lo que ya tuviera noticia. Había entrado en la propuesta de Blay por una zona mal iluminada para mí. Pero a los pocos días volví a su casa y mereció la pena.
        
         Qué soy y qué no soy

Mi vida es una actualización de algo que yo soy, que soy en el centro. Pero yo no me he dado cuenta de que era así y siempre he estado viviendo como si el exterior fuera el que me comunica, me transmite, me da…

         Esto último era lo que siempre había pensado yo, y no solo yo, supuse. Pero Blay no lo veía así. Según él, somos desde siempre un potencial que nuestro entorno simplemente ayuda a desarrollar.

         Del exterior no nos viene ni un poco de inteligencia, ni un poco de capacidad afectiva, ni un poco de energía profunda. Del exterior sólo recibimos estímulos; y aún, sólo son estímulos en la medida en que los captamos desde nuestro interior.

         Ese potencial, fue explicando, era como tres focos: el de la energía, del que se derivan la voluntad, el impulso de vivir, la capacidad combativa; el foco del afecto, que sería nuestra disposición al amor, la amistad, el placer, la alegría, la belleza, la armonía…y el foco de la inteligencia, vinculado a los modos de conocimiento, a relacionar datos, abstraer, intuir… Y entre los ejemplos que puso, anoté el referido al foco del afecto. Dijo que del exterior recibimos estímulos afectivos, por supuesto, pero que era nuestra capacidad de amar la que consigue que nuestra vida afectiva crezca. Lo que nos llena, vino a decir, es el amor que damos. Esta afirmación de que somos, en cualquier caso, una fuente de energía, amor e inteligencia daba la vuelta a la visión habitual del ser humano. Lo explicó con cierto detalle.

         Así pues, yo me doy cuenta de que en las experiencias yo puedo ser causa, en lugar de efecto, yo puedo ser núcleo irradiante, en lugar de ser sólo un foco receptivo. Este descubrimiento, considerando que gran parte de nuestra vida la hemos pasado viviéndonos como producto, como consecuencia del ambiente, de las situaciones, del modo de ser de nuestros mayores, de nuestros iguales, de todo en fin, este descubrimiento de que uno es un foco, un punto de partida, un núcleo a partir del cual la vida se desarrolla hacia fuera, señala todo un nuevo campo, un nuevo enfoque.

         ¿Había contestado Blay, con estas explicaciones, a la pregunta clave: qué soy yo? ¿Era esta la identidad de que habló el primer día? Parecía que sí, pero más adelante supe que aquello no era todo. De momento, una duda quedó en el aire. Si somos ese potencial tan maravilloso, y todos lo somos, ¿por qué no nos va todo mejor?

         Blay explicó que los miedos, las angustias, la agresividad son fruto de no vivir esa realidad que somos sino una fantasía mental que no captamos como tal. Esa fantasía es el yo ideal, aquello que compulsivamente buscamos ser, porque desde nuestra infancia nos hicimos, a través de nuestro entorno, una imagen equivocada  de lo que éramos: el yo idea.

         Uno tiende a ver el mundo según la consigna que ha recibido. Si me han dicho que soy poca cosa, y yo lo he aceptado (yo idea), estaré jugando toda la vida a ser mucha cosa (yo ideal). Pero a la vez estaré una y otra vez fallándome, sintiéndome muy poca cosa. Y aunque llegue a conseguir muy buenos resultados en negocios, en lo que sea, una y otra vez seguirá saliendo el “yo soy poca cosa”. Si me han dicho que soy muy buena persona, yo intentaré ser siempre más bueno para no defraudar a los demás.

         Y señalaba hasta qué punto la vida social está construida en torno a este yo ideal, y cómo hay que evitar pisar el yo ideal de los demás, si no queremos que nos echen la caballería por encima. Lo decía con unas gotas de aquel humor suyo que aparecía de vez en cuando.

         En el yo ideal todos somos Mr. y Miss Universo. Hay que decir:¡qué guapa estás!, ¡qué bien te queda esto! Pero nunca:¡qué viejo te has hecho!

         En el breve camino de vuelta a mi casa, resonaban , y no sólo en mi cabeza, aquellas palabras lúcidas, pero que de entrada también herían. Lo que uno ha creído ser (muy bueno, muy malo, muy fuerte, muy débil, listo, torpe…) es falso, decía Blay, es algo que me ha venido del exterior, pero que no me descubre mi identidad última. Uno puede haber realizado acciones buenas, malas, listas, torpes…pero eso no es lo que somos. Entonces, ¿qué soy?, cabía preguntarse una y otra vez. Y volvían las últimas palabras que había anotado:

         Expresar y vivir lo que soy: Energía, Amor, Inteligencia.

         Definir a alguien o a uno mismo por lo que hace, en un momento o muchas veces, era un camino erróneo. Esos modos habría que corregirlos o potenciarlos, pero no utilizarlos para concluir quién o qué es una persona. Ese era el núcleo de lo que yo llevaba en mis apuntes tras varias sesiones.

¿Y quién era Blay?

A veces escuchándole se me iba el santo al cielo y me preguntaba por él, por su vida. Lo que más me llamaba la atención era su gran claridad de expresión, aunque algunas de las realidades de las que trataba ya no fueran tan claras para mí. No hablaba más de lo imprescindible, no se adornaba lo más mínimo. Sólo se permitía algunas gotas de humor que siempre acertaban en el auditorio. Un asistente  a un curso le pidió una pista para saber si uno estaba avanzando en  este descubrimiento del yo idea y del yo ideal que llevamos grabados en el inconsciente. Sin pensarlo ni un segundo contestó:

         Una de las formas de saberlo es que cada vez te sientes peor. Y en otras ocasiones cada vez te sientes mejor. O sea, que esta pista… es un despiste.

         Y nos arrancaba unas risas. Lo que Blay nos proponía era un viaje personal al descubrimiento de nuestra realidad completa , no la promesa de unas mejores sensaciones, de un poquito más de felicidad, de un poquito menos de malestar. Claro está que para él valía la pena lo que en el fondo de la realidad aguardaba. Pero, ¿cómo había llegado a esa convicción? ¿Cómo había sido su camino hasta aquí? ¿Y cómo era su vida aparte de cursos, libros, conferencias?


                                      

         Blay era un hombre de aspecto corriente. Era grueso, gustaba de los cigarrillos y de los caramelos. Inasequible a la adulación. Y yo intentando imaginarme cómo era el resto de su interesante vida, desde mi hábito de lector de novelas y de amante del cine. Preguntándome por sus viajes a la India, por el origen de su lucidez, por cómo era en su casa, por si  podía mantener a la familia con aquellos cursos. En definitiva, construyendo un personaje. Pero había elegido un camino equivocado. Precisamente lo que él pretendía era que descubriéramos, y dejáramos disolver, el personaje que vamos arrastrando por la vida y que nos condiciona sin que apenas nos demos cuenta. No daba importancia a los datos de su biografía y por ello casi nunca se refería a sí mismo. Quería que enfocáramos nuestra mirada en otra dirección.

         Es necesario que uno se dé cuenta de que lo fundamental no es lo que hace, sino el sujeto que está viviendo lo que hace. Porque este sujeto es la base, la raíz, el común denominador de todo lo que podemos vivir y experimentar en la vida. Es a lo único que podemos llamar auténticamente “yo”.
         Nuestras ideas pueden ser muy importantes, pero continúan siendo “nuestras ideas”, no son “yo”. ¿Qué o quién es el que está viendo o valorando estas ideas? Este “quién” es más importante que las mismas ideas. ¿Quién es el que está sintiendo amor o tristeza? Este “quién” es más importante que lo que siento, porque esto va variando, en cambio, este “quién” no cambia, siempre es idéntico a sí mismo. Es la identidad, y todo lo que estoy viviendo procede de este foco central.

Y nos explicaba hasta qué punto nuestra mente está acostumbrada a poner atención en las cosas, procesos, sentimientos, ideas, pero el denominador común de todas las experiencias que he vivido es que yo estaba ahí dándome cuenta. Ahora bien, captar el yo que se da cuenta, que siempre está ahí, era cosa de la intuición. Era una tarea derivada del centramiento, de la atención, a la que había ir, en palabras suyas, “con paciencia, perseverancia y buen humor”.  Llegar a ese yo interior (más allá del yo idea y del personaje) era como ir de la ilusión a la realidad. Era fruto de la sinceridad, de buscar lo auténtico por encima del bienestar o del malestar, y por encima de convenciones. Una sinceridad que surge del fondo y que conduce al fondo, decía. Y que nos permite vivir con más eficacia y con más autenticidad.  

         Aquellas notas que yo iba tomando me hablaban de un hombre que había hecho un inmenso viaje interior. Pero, hasta donde yo entendía, su posible  respuesta a mi pregunta “¿quién era Blay?”, era que, en el fondo, él y yo éramos lo mismo. La diferencia estaba en que cada uno había desarrollado, en mayor o menor medida, aquel foco de energía, de amor y de inteligencia que todos somos. Y para  que descubriéramos esa plenitud que nos aguarda, ahí estaba Antonio Blay.


         Lo que quedaba por saber

Un día nos vino a decir lo de días anteriores pero de otra manera:

         Si tú sientes la grandiosidad de…por ejemplo un Wagner al oír su música, esa grandiosidad es tuya. Cuando dices: ¡Qué tío Wagner! Ese eres tú. Quizá Wagner vivió otra grandiosidad, quizá mayor que la tuya. Pero la que tú sientes, es tuya. Si no la tuvieras, no podrías reconocer la de Wagner.

         Era tan distinta la visión del ser humano que Blay nos mostraba de la que, en general, traíamos la mayoría de asistentes en nuestro discurso mental de siempre, que se hacía muy difícil dejar de buscarlo todo fuera de nosotros, como él apuntaba, y asumir que, de forma sutil e invisible, ya tenemos lo esencial. Era imprescindible volver a lo que había dicho el primer día acerca de que sus palabras no eran para creerlas, sino para experimentarlas. Por eso proponía ejercicios, como los de centramiento, con el fin de poner la atención en el yo que está detrás de nuestra energía, de nuestro amor, de nuestra inteligencia.

         Esta conexión, mayor o menor, con nuestro centro tenía consecuencias que en días posteriores fue explicando. Una, horizontal. Las relaciones con los otros.

         En la medida en que vivo lo que soy, dejo de vivir para conseguir cosas y dejo de utilizar a los demás para que me den afecto o me escuchen, o para que me den seguridad o confirmen mi valor. En la medida en que vivo mi energía, el amor y la comprensión, los demás son la ocasión para que yo me desarrolle, a través de esta energía, este amor y esta comprensión.
         Querer a alguien no es hacerle ningún favor. En cambio, nuestro personaje siempre vive el hecho de querer a alguien  como hacerle un favor muy especial, del cual espera recibir una serie de compensaciones. Querer a alguien es un privilegio, el de poder expresar en la existencia lo que soy en esencia.

         Y otro día, como una etapa más en el proceso de descubrimiento de la realidad, Blay nos llevó un poco más lejos, o mejor, bastante más lejos que en días anteriores. Él lo llamaba “niveles superiores”. Sostenía Blay que cuando se ha avanzado en este proceso de descubrimiento interior, en esta disolución de las raíces inconscientes del personaje y en el contacto con nuestro centro, solía aparecer de manera natural una expansión de conciencia. Ésta, en dirección vertical.

         Este despertar vertical a veces se produce en forma de experiencias inesperadas, como una especie de flash. Pero después se va descubriendo que esto siempre ha estado aquí disponible, y poco a poco se va descubriendo que existen unos campos de energía más sutiles, una  energía mucho más fina que la mental, que la afectiva o la vital, y que se viven como cualidades distintas.
         Hay un campo de felicidad extraordinaria; es un campo de luz-felicidad, amor y gozo sin límites (…). Hay otro campo de tipo mental, también de luz pero distinta, es como la matriz de las cosas que existen(…).Y hay otros niveles que se viven como campos de energía(…). Cuando la persona descubre esto, cuando irrumpe en su conciencia personal habitual, se vive siempre como algo extraordinario, algo que trastorna completamente el pequeño mundo que hemos construido con ideas, creencias y hábitos.

         Cuando Blay dibujó esta ampliación de la realidad en dirección vertical, creo que la mayoría de oyentes pensamos lo mismo: ¿estaba hablando de Dios? ¿Había Dios en la autorrealización? Pero la clave de estas preguntas estaba sorprendentemente en el primer punto de aquellas sesiones.

         El contacto con los niveles superiores tiene una calidad, una plenitud y un valor no comparables con lo que se vive normalmente en las experiencias personales, por esto la persona siempre cree que se trata de  algo distinto a ella, porque está identificada con el yo idea. Yo creo ser mi cuerpo y unas experiencias determinadas, unas ideas y unos hábitos, y cuando de repente vivo algo diferente por fuerza le atribuyo una identidad diferente de la que creo ser. Y no es así. De hecho estos niveles (superiores) son una dimensión más de nosotros mismos, son nuestra conciencia superior, nuestra conciencia y dimensión espiritual, lo que quiere decir que siempre podemos tener un posible acceso a ello.

         No sé los demás, pero al menos yo iba de sorpresa en sorpresa . De la imagen de un Dios superior  y máxima expresión de todo lo bueno, frente a  un ser humano que necesitaba de todo, incluso que le redimieran, según nos habían inculcado, de algo que en el origen había hecho muy mal la primera pareja de  humanos, se pasaba a un yo constituido de una energía, un amor y una inteligencia esenciales que podían llevarnos a una plenitud inimaginable. Pero, ¿había también lugar para hablar de Dios en la propuesta de Blay?

         Dios no es ningún concepto. Hablar sobre Dios es como hablar sobre la comida sin comer. Y Dios no ha de ser un concepto. Dios ha de ser la experiencia viva de la realidad inmanente en mí y en todo. El concepto tiene sentido como señal, como indicador, pero la mente se agarra al concepto como si fuera la cosa, y convierte a Dios en cosa. Dios, que es el sujeto último, queda convertido en objeto al decir la palabra Dios.

         Sin embargo, a veces Blay no tenía más remedio que usar la palabra Dios, o el Absoluto, o el Ser Primordial para referirse a una realidad que era a la vez impersonal y personal. Y no negaba en modo alguno, al contrario, la posibilidad de expresarse desde lo más hondo ante esa Presencia.

Toda esta parte de los niveles superiores  suscitaba muchas preguntas que Blay no rehuía, pero tampoco alentaba. Clarividencia, telepatía, viajes astrales…y la inevitable reencarnación.  Sobre ésta, respondió así:

         Yo no creo en la reencarnación. Para mí la reencarnación es un hecho.

         Para precisar más tarde que lo que se reencarna no es el personaje, ni las ideas, ni los hábitos, sino la identidad individual que toma nuevos vehículos. Recordaba hechos vividos por él muy concretos en reencarnaciones  anteriores, pero no quiso dar detalles. No quería que nos perdiéramos en experiencias que resultaban muy atractivas, pero que nos podían distanciar de la tarea primordial: la conexión con nuestro yo profundo, la superación de nuestro personaje, el desarrollo de la atención. En definitiva, nuestra capacidad para mirar y para descubrir  a través de la experiencia nuestra naturaleza luminosa. Para Blay era muy importante llegar a las vivencias espirituales con el trabajo previo, el psicológico, lo más avanzado posible.

         He de anotar aquí que, cuando Blay escribía y explicaba lo que vengo apuntando, él ya llevaba casi cuarenta años viviéndolo. Eran los años setenta y ochenta del siglo pasado. Hoy los que saben de psicología  consideran a Antonio Blay el precursor de la Psicología Transpersonal en España. Entonces no creo que nadie hablara aquí como él lo hacía. Su enfoque no tenía acompañantes. Aparentemente había hecho un gran trayecto en solitario. Es cierto que había una larga bibliografía en algunos de sus libros. Y también estaban sus viajes a la India y su contacto con el yoga y con el pensamiento oriental. Pero aquella propuesta hacia la autorrealización que él nos ofrecía, con etapas ordenadas de comprensión y ejercicios correspondientes, todo aquello era muy original. No recuerdo si entonces lo vi con tanta claridad como con en años posteriores se me ha hecho evidente.

Lo que entonces no dejaba de sorprenderme era como su simple presencia irradiaba una inagotable música interior entre los asistentes a sus charlas. Y lo mejor era que esa música estaba también en nosotros, en espera de que la descubriéramos. Pero pasaban los días, las sesiones y los hallazgos, y yo no dejaba obstinadamente de preguntarme por  el misterio que para mí tenía aquella vida singular.


         La única revelación de Blay

Ha sido muchos años más tarde cuando encontré un documento impagable  
sobre su vida. Bastante después de la muerte de Blay, su hija Carolina hizo una página web dedicada a la obra de su padre. En ella se ofrecía la posibilidad de descargar discos de sus cursos. Así lo hice con uno impartido en Bilbao en 1978, que no conocía, y en él descubrí que en una ocasión, y seguramente en ninguna más, Blay había hablado de su vida. No porque considerara que tenía interés por ser la suya, sino porque a través de algunos recortes autobiográficos quienes le escuchaban podían entenderse mejor a sí mismos y el alcance de aquel viaje a la autorrealización que él invitaba a experimentar.

         La historia ocurrió cuando Blay tendría unos diecisiete años. Subrayaba en el curso que tanto su infancia como su vida de muchacho  consideraba  que habían sido muy mediocres: en los estudios, en los contactos humanos…Y que estaba en una época en que se hacía preguntas esenciales como tanta gente: que si Dios existía, que si había otra vida, si tenía algún sentido la existencia. Pero nada de lo que leía le convencía. De repente, un día le sucedió algo completamente imprevisto y de lo que no tenía ni la menor idea:

         La historia empezó para mí cuando tenía 17 años. Una noche me desperté fuera del cuerpo en un estado de felicidad inconcebible, fabuloso. Una luz que era un gozo inenarrable, sin límites, algo de lo que yo no tenía absolutamente ningún precedente, ninguna teoría, ninguna noción teórica en absoluto. Era la felicidad total. Pero lo curioso es que en esa felicidad yo tenía la evidencia de que eso era Yo, de que no era una cosa ajena a mí, sino que esa era mi identidad. Yo en esa felicidad era yo mismo del todo.
         Y yo no sabía que esto era posible. No tenía ningún fervor especial. Tenía una vida diaria muy triste, me sentía profundamente alejado de todo. Había en mí una demanda, una nostalgia que  no sabía formular. De ahí surgió una necesidad de buscar, de ir a ello y no que me tuviera que llegar así, como caído del cielo. Decidí no creer en nada. Me desprendí de mis libros. Mi propósito de investigación surgió entonces. De esto hace 37 años. Entonces no había libros sobre todo aquello.
 No obstante, recuerdo un día que, como consecuencia de esta primera experiencia, en ese estado de embriaguez interior, de felicidad, de plenitud, me encontré yendo por la calle, y me metí por una callejuela, y luego torcí y encontré una librería. Entré dentro como un sonámbulo y me fui directo a un sitio y compré dos libros que no había oído en mi vida hablar de ellos. Uno era un curso que trataba de la conciencia cósmica. Algo me condujo al sitio para escoger el libro que yo no sabía que existía y que se refería a lo que  acababa de vivir.

Blay no ocultaba que aquella vivencia fue el principio de su nueva vida. Todo lo que vino después: estudios, lecturas, viajes, yoga, toda la investigación que inició y prolongó a lo largo de toda su existencia, así como la decisión de comunicar sus hallazgos a quien quisiera oírle, todo ello nacía de la semilla de aquella noche a los 17 años, y de otras  vivencias posteriores, algunas de las cuales también explicó. Y todo aquel caudal de conocimiento tenía el objetivo de llegar a la gente para que  recorriera su propio camino hacia aquella claridad dichosa que un día irrumpió en su conciencia.

Esa experiencia me dio la demostración de que existe una realidad superior hecha de felicidad y que no tiene nada que ver con ninguna teoría. Eso que me vino por las buenas, es evidente que constituyó para mí algo fundamental, y que luego yo, desde abajo, traté y aprendí a volver a ello. Y ahí está el interés. O sea que hay un modo de que podamos tener acceso directo a esa realidad superior, a nivel de felicidad, aunque personalmente nos sintamos metidos dentro de nuestra estructura personal y limitada. Así descubrí lo que realmente es el sentido de una forma de meditación o una forma de oración, la oración contemplativa.
                  
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Si al principio de estas notas decía que “Antonio Blay estuvo aquí”, tras recuperar ahora documentos, libros y testimonios sobre él, veo que podría completar aquel titular con un “pero sigue aquí”.  Hay acuerdo en que la influencia de sus propuestas no ha caducado, antes bien ha propiciado nuevos frutos.

Se atribuye a Blay una frase que más o menos venía a decir que las personas maduramos por sufrimiento o por discernimiento. O el dolor nos despierta, o el conocimiento buscado nos orienta, dicho de otro modo. Es mi impresión que Blay conocía a fondo el dolor humano, aunque en sus cursos no lo expresara con dramatismo, y sabía que había una posibilidad de evitarlo, en gran medida, mostrando y facilitando el acceso a nuestro centro, si lo buscamos con sinceridad y con perseverancia. Dedicado a ello, lo conoció bastante gente, y en cierto modo, yo también.

Blay afirmaba con naturalidad que no tenía miedo a la muerte. Que la muerte no existe. Que es simplemente otro proceso de vida. Tal vez  por ello, cada vez que “he vuelto” a su casa, le he oído aún decir algo nuevo que he querido añadir a mis notas. Como esto último:

El hombre está irremediablemente condenado a ser feliz, pese a su heroica resistencia. 


                                   Antonio Blay (1924-1985)