Lola Hurtado. Óleo.


martes, 28 de febrero de 2012

Un año más tarde

Ella tendría unos 25 años; él, 30. Se conocieron en unas clases de yoga y se hicieron amigos; sólo amigos, que no es poco. Conversaron varias veces de cuanto les ocurría al uno y al otro, de lo mejor y de lo peor. Era todo muy fluido. Al llegar el verano fueron con un pequeño grupo a Mallorca. Los primeros días se alojaron todos en un piso de una mallorquina hospitalaria , en Palma.  Por las mañanas la gente dormía hasta tarde y luego les daba por la ceremonia del té o algo parecido. Menos ellos dos, que preferían tomarse un café y una ensaimada en un bar cercano. Siempre se sentaban a la misma mesa de la terraza, que casualmente siempre parecía esperarles . El resto de la estancia en la isla estuvo muy bien, pero no aporta nada especial a esta historia, cuyo acto central ocurrirá  tres meses después, en otoño.

         A principios de noviembre, cuando en Barcelona se celebra el Día de Todos los Santos comiendo castañas, boniatos y un dulce de mazapán llamado “panellets”, aquel mismo grupo de amigos del verano se volvió a reunir y entre todos prepararon una fiesta simpática, alegre, confiada.

         Unos diez días más tarde, ella comenzó a sentirse mal; tuvieron incluso que ingresarla. Parecía inconcebible, pero cada día estaba peor y no había manera de contener aquel asalto de la enfermedad. Se había detectado el mal, pero nadie sabía cómo pararlo. Cuando corrió la voz entre los amigos, ya estaba tan sólo medio consciente . Murió 24 días después de aquella fiesta a la que ella había llevado sonriente unos “panellets” hechos con sus propias manos.

         El impacto, el desconcierto, el dolor de la familia y de los amigos fue inmenso; no es difícil imaginarlo. Él había acudido a la clínica cuando su estado ya no permitía ninguna conversación. Pero la noche de su fallecimiento pudo, junto con un familiar, velarla durante unas horas.

         La gran pregunta sobre el más allá de aquella amiga desaparecida se instaló en su vida. Una noche tuvo un sueño vivísimo con ella. Estaba hermosa, serena. ¿Quién podía asegurar que el sueño fuera un mensaje? Lo cierto es que ella siempre estaba muy presente.

         En verano él volvió a Mallorca. Esta vez se instaló en casa de un amigo, pero no en la capital de la isla, Palma, sino en un pueblecito bastante alejado. Resultaba inevitable evocar la presencia de ella por aquellos lugares. Allí habían estado sólo un año antes. El amigo que le acogió también lo era de ella, así que el recuerdo se avivaba entre los dos.

         Llegó el último día de la semana de vacaciones. Él tenía que tomar un avión por la tarde. El pueblecito distaba unos 30 kilómetros de la capital y estaba mal comunicado. El amigo había tenido que partir a primera hora de la mañana con su coche, pero le había asegurado que en aquel paraje hacer auto-stop era fácil. Aunque él no lo veía claro, siguió el consejo. Al poco de intentarlo, para su sorpresa, una furgoneta se detuvo. Iba hasta Palma. Respiró aliviado y, por supuesto, le dijo al conductor que le daba igual en qué parte de la ciudad le dejara. En cualquier sitio  se espabilaría para llegar a la estación de autobuses que le trasladarían al aeropuerto.

         Fue un viaje simpático, el hombre era cordial, pero no podía desviarse ni una manzana de su recorrido habitual por la ciudad. Estaba trabajando y con cierta prisa; le llevaría adonde iba a descargar, que era una zona bastante céntrica. Él se perdió un poco cuando el vehículo comenzó a serpentear por una calle y por otra y por otra. Daba igual, la conexión con el aeropuerto estaba asegurada. Finalmente se detuvo. En aquel lugar ya se orientaría, le dijo el conductor. Aunque él no sabía muy bien dónde estaba, le dijo que seguro que sí, y que gracias, muchas gracias.

         Cuando se quedó en la acera con su bolsa y se giró, no se lo podía creer. De todos los metros cuadrados de aquella ciudad, la furgoneta le había dejado frente al que ocupaba precisamente aquella mesa de café en que ella y él se instalaban  las mañanas del verano anterior. Cómo no quedarse desconcertado, y emocionado,pero con una emoción que no sabía definir.

         ¿De qué estaba hecho aquel suceso? No podía llamarlo fantasía, ni menos sueño. Pero tampoco iba a llamarlo casualidad.

         Sin una palabra exacta, pero con una sonrisa interna que antes no había conocido, siguió su vida.

martes, 21 de febrero de 2012

“¡Ay, quién podrá sanarme!”


A aquel hombre le habían detenido, secuestrado, encerrado, borrado del mapa. Lo más increíble, para nuestra época, es que el motivo eran algunas diferencias de pensamiento, sólo algunas. Pero estamos en el siglo XVI, y los principios, sobre todo los religiosos, podían llegar a ser mucho más importantes que  el simple respeto a un ser humano.

         Le metieron en una mazmorra, y empezó su calvario. Muchos días, sólo pan y agua. A veces, una sardina. O media. Y aún peor, no tenía ropa para cambiarse. Los piojos le atormentaban. El recipiente donde hacía sus necesidades no siempre se lo retiraban. El mal olor era mareante. Apenas llegaba la ventilación o la luz a aquel agujero negro. Aunque no fuera lo peor, el trato podía llegar a ser de menosprecio y burla. Ni pensar en poder leer nada, como aquel hombre tenía por costumbre.

¿De qué forma pudo soportar tal crueldad durante ocho meses?

         Es importante que sepamos que era persona de gran vida interior. Religioso, sí, pero además con una intensa vida espiritual, pues una cosa y otra no siempre van unidas. Probablemente no erraremos si le imaginamos, en aquellos interminables días, semanas, meses de penurias y extrema soledad, cerrando los ojos y viviendo muy adentro de sí mismo otra vida secreta, libre, rica en compañía y consuelo. Pero, ¿de qué forma esto fue así? Sigamos su biografía.

         Avanzado su cautiverio, le cambiaron el carcelero, y era el nuevo de mayor humanidad que sus antecesores. Le permitió algún  paseo fuera de la celda, mejoró el trato y parece ser que le proporcionó papel y pluma, como el preso le había rogado. Éste comenzó entonces a ver posible la fuga. Y así fue que una noche consiguió deslizarse abajo del muro de la prisión suspendido en unas telas que había ido atando. La fortuna le ayudó y pudo llegar a un convento  cercano, donde las monjas  le reconocieron  y  escondieron, hasta que días más tarde pudo huir definitivamente muy lejos de allí.

         Lo más notable de esta historia quizá sea lo que viene a continuación. No se sabe con exactitud si en su evasión salvó escritos unos poemas que había ido componiendo en su cautiverio o es que andaban todos refugiados en su memoria, que era muy notable. El hecho es que una de las primeras cosas que hizo al llegar al convento fue ir recitando los dichos poemas (treinta estrofas, llamadas liras, de cinco versos cada una) a una monja que los iba copiando, o bien para salvarlos del olvido, o bien para que hubiera una copia más, o mezcla de ambas cosas. No se sabe bien.

 Y esos ciento cincuenta versos, hijos de su dolor y apartamiento del mundo, comenzaron a circular en manuscritos varios.

         ¿Qué tipo de poesía engendró aquel cautiverio extremo?

         Tenemos estos poemas sobre nuestra mesa, aunque no fue fácil que llegaran a ser impresos. La obra comenzó a nacer en prisión en 1578 y anduvo circulando, como hemos dicho, en bastantes copias hasta 1630, cuando por primera vez fue libro. Leemos algunos de sus versos ahora, sin dejar de pensar que esto es lo que vio un hombre que malvivía en una celda  sucia y aislada del mundo, cuando cerraba los ojos y algo bien distinto se le ofrecía.

                            ¿A dónde te escondiste,
                            Amado, y me dejaste con gemido?
                            Como el ciervo huiste,
                            habiéndome herido;
                            salí tras ti clamando, y eras ido.

                            Pastores los  que fuerdes
                            allá por las majadas al otero,
                            si por ventura vierdes
                            aquel que yo más quiero,
                            decidle que adolezco, peno y muero.

         Esta historia de amor es y no es tal, pues el texto lleva un título imprescindible para el buen entendimiento de su intención:

                            Canciones entre el alma y el Esposo

         El alma del hombre busca vivamente el encuentro con el Amado, que en este caso es la divinidad. Llegados a este punto, muchos entre quienes estén leyendo este escrito ya habrán reconocido a su autor, incluso desde las primeras líneas. Más aún, el título de este blog, Un entender no entendiendo, se debe a un verso suyo, que algún día comentaremos, aunque yo lo he tomado en un sentido muy amplio, como se irá viendo en sucesivas historias. Sí, el fraile cautivo por desavenencias con hermanos de la misma orden, los carmelitas, pero con distintas opiniones sobre cómo profesarla, los llamados calzados, no es otro que  Juan de Yepes, después conocido como Juan de la Cruz o San Juan de la Cruz.

  
         
  
         Y la obra en cuestión, el Cántico espiritual. Leamos un poco más:

                            Mi Amado, las montañas,
                            los valles solitarios nemorosos,
                            las ínsulas extrañas,
                            los ríos sonorosos,
                            el silbo de los aires amorosos.

                            La noche sosegada
                            en par de los levantes de la aurora,
                            la música callada,
                            la soledad sonora,
                            la cena, que recrea y enamora.
                            (…)
                            Mi alma se ha empleado,
                            y todo mi caudal en su servicio:
                            ya no guardo ganado,
                            ni ya tengo otro oficio;
                            que ya sólo en amar es mi ejercicio.

         Afirman todas las biografías de Juan de la Cruz que fue en agosto de 1578 cuando consiguió evadirse de la cárcel. Mas si uno lee estas estrofas que allí fue pacientemente creando, afinando las rimas, resolviendo el número de sílabas, ya siete, ya once, de sus versos, recreando ese camino del alma por valles y montañas al encuentro anhelado con la Fuente de amor hondamente presentida, hay que sacar la conclusión de que Juan de la Cruz salió de su prisión muchas, muchas veces, a lo largo de aquel tiempo, sin que sus carceleros pudieran darse cuenta.


         Juan de la Cruz dejaba en un rincón de su caverna su menguado y dolorido  cuerpo, y estaba, en toda su entidad última, por “bosques y espesuras,/plantadas por la mano del Amado”, por un prado “de flores esmaltado”, por “cristalina fuente”, entre pastores, vientos , olores…

Juan de la Cruz se iba una y otra vez de su encarcelamiento, y nadie podía impedirlo. ¿Nos mostró con ello algo al alcance de todo ser humano? ¿Podemos todos, en la adversidad, no hundirnos por completo en ella, sino retirarnos hacia adentro y encontrar algo más, algo mejor, de lo que regresemos a nuestro combate más serenos, más fuertes, más libres?

Antonio Machado escribió: “Nadie es más que nadie”. De ser así, Juan de la Cruz nos puede haber enseñado a muchos que nuestro espacio interior está esperándonos. En el suyo aguardaba una poesía que 434 años después se sigue leyendo, cantando y recitando. La poesía de un clásico, traducido a muchas lenguas, citado en miles de estudios y que hoy, en la era de la informática, tiene cinco millones de entradas, según indica el buscador.

Yo también quiero buscar qué me espera en mi espacio interior, cuáles son mis bosques, mis ríos, mis pastores. No sé si encontraré plenamente al “Amado”, pero voy descubriendo que no es un espacio inhóspito, mudo, ausente, y que cuando llegue el caso,quizá también llegue a decir, como el poeta:

                   ¡Ay, quién podrá sanarme!

Y probablemente no sea en vano.

martes, 14 de febrero de 2012

Erich-Emmanuel Schmitt, perdido en el desierto


Hace más de 20 años que Eric-Emmanuel Schmitt se dedica a escribir teatro y narrativa, y sus obras no dejan de despertar un interés creciente en Francia y en muchos otros países.

         Nació en Lyon el 28 de marzo de 1960. Sus padres eran profesores de Educación Física. Le dieron una educación laica, pero quisieron que fuera a clases de catecismo a los 11 años porque “a pesar de todo, tienes que conocer esa historia”. Un día su madre le llevó al teatro a ver “Cyrano de Bergerac”, con el gran actor francés Jean Marais, y el crío lloró de emoción. Ya de joven la literatura le atraía como lector y, por qué no algún día, como autor. Estudió Filosofía y durante un tiempo dio clases de esta materia. Creo que la semilla de ese ser llamado Eric-Emmanuel Scmitt está hecha en gran medida de estos ingredientes.

                          

         Hasta el día de hoy su obra se compone de 14 obras de teatro, 2 ensayos,9 novelas, traducciones y 2 películas, como guionista y director. Sus obras dramáticas se han representado en 35 países, y sus textos están traducidos a 50 lenguas. Algunos de sus títulos: “El visitante”, “El libertino”, “Variaciones enigmáticas” “El señor Ibrahim y las flores del Corán”, “Oscar y Mamie Rose”, “El Evangelio según Pilatos”, “Mi vida con Mozart”…Premios, muchos, aunque él no parece frecuentar eso que se llama la Sociedad literaria.

         Esta carrera de escritor tuvo un punto de partida muy preciso. Ocurrió el 4 de febrero de 1989. Hasta entonces Eric-Emmanuel Schmitt intentaba escribir pero sin ningún éxito. Tampoco él se sentía satisfecho de lo que hacía. Entonces algo ocurrió. Algo que lo cambió todo. Completamente imprevisto. Él mismo lo ha contado:

         Me había ido al desierto del Hoggar, en el Sahara, con unos amigos. Habíamos escalado el monte Tahar, la cima más alta, y quise descender el primero. Me di cuenta de que me equivocaba de camino, pero continué, irresistiblemente seducido por la idea de perderme. Y me perdí. Estaba en camiseta, sin agua ni comida, a 300 kilómetros de todo lugar habitado. Oscurecía…
         Cuando cayeron la noche y el frío, como no tenía nada, me enterré en la arena. En vez de tener miedo, esa noche de soledad bajo la bóveda estrellada fue extraordinaria. Experimenté sentimientos intensos: todo miedo y angustia se esfumaban para siempre, experimenté una confianza infinita en la vida…y percibí que todo tiene sentido. Tuve la certeza de que un Orden, una inteligencia vela sobre nosotros, y que en este orden, había sido creado,querido.
         Toda esa noche pasó en un segundo. Al amanecer, caminé montaña arriba, para bajar por la otra cara. Al encontrar a mis amigos de nuevo, me avergoncé por haberles angustiado con mi desaparición y no me atreví a compartir con ellos mi alegría. Regresé a Francia con mi secreto.
        
         He intentado imaginar la escena de este hombre perdido en el desierto, sin agua, sin ninguna seguridad de ser encontrado y, sin embargo, sin ninguna sensación de desamparo. Todo debió de ser muy sutil en aquella noche y, al mismo tiempo, de una solidez definitiva. Un vuelco enorme en su conciencia. ¿Qué clase de experiencia mística fue esa?

         Ahora sé que dentro de mí hay más que yo mismo, añadió. ¿A qué se refería? ¿Qué frontera interior cruzó para llegar a un lugar nuevo, luminoso, que era suyo pero que no era exactamente él, al menos tal como siempre se había sentido? ¿Qué presencia le acompañó?

         Aparte del descubrimiento de su realidad transfigurada, aquella noche fue, como dije más arriba, algo así como el kilómetro 0 de una carrera de creador que aún no había empezado.

         Fue a partir de esa fecha que pude escribir. Hasta entonces, todo lo que escribía me parecía vano. Poco tiempo después redacté mi primera obra: “La nuit de Valognes”, y desde entonces apenas he parado. Esa noche en el desierto me reveló por qué había sido hecho: yo era un escriba.

         En  su obra “El visitante”, en la que un enigmático personaje, que dice no tener ni padre, ni madre, ni sexo, ni inconsciente, visita a Freud, encontramos unas palabras de aquél  dirigidas al fundador del psicoanálisis, que de inmediato reconocemos como un eco de la experiencia que todo lo cambió:

         Hasta esta noche, creías que la vida era absurda. De ahora en adelante, sabrás que es misteriosa.


        

        
        


martes, 7 de febrero de 2012

Pero si está aquí.

Los protagonistas son un matrimonio de edad. Especialmente él, tal vez en los 86 y muy mermado de fuerzas. La esposa le era imprescindible para renovar cada día su débil vínculo con la vida y llevarle de la cama al sillón del comedor, los dos únicos escenarios de aquel último tramo de su existencia. Hablaba poco y sólo sonreía cuando los nietos o un reciente biznieto le visitaban. Mientras estaba en el comedor, que era la mayor parte del día, se dedicaba a ver la televisión.


         La vida de aquel hombre se había desarrollado entre la lucha por la supervivencia económica, la familia en toda su complejidad, una pasajera afición política y la decadencia física. Una vida difícil y corriente a la vez, pero sin capacidades especiales, y pronto se verá por qué lo digo.

         La esposa, y cuidadora a tiempo completo, tenía una hermana mayor, frisaba los ochenta y vivía en otra ciudad, a unos 400Km. Las dos hermanas mantenían buena relación, pero sólo telefónica. A ninguna le era fácil desplazarse: a la una, por la situación del marido; a la otra, por una enfermedad degenerativa en los huesos, bastante dolorosa.

         Un día llegó la llamada telefónica que anunciaba la muerte de ésta. A su hermana le afectó mucho y bien hubiera querido ir al entierro, pero la distancia era grande y eso suponía dejar al marido, cosa que no quería hacer.

 Habló con él, le explicó que, aunque deseaba ir donde la familia de su hermana, había decidido no ir, pero que sentía mucha pena por ella y por lo mal que lo había pasado los últimos años. El marido la escuchó con su mirada acuosa, callada, lenta, y al final habló.

   No te has de preocupar de nada. Tu hermana está bien.  

—¿Y tú qué sabes?- lo dijo casi sin mirarle, casi sin pensar.

El hombre respondió al momento, sin la menor duda.

—Porque tu hermana está aquí, ahora, y se la ve muy bien.

Entonces ella ya se desconcertó, pero quiso saber más. Tal vez su marido no hablaba tan sólo para tenerla contenta, así que le pidió que se explicara, que le diera detalles de lo que decía haber visto.

          — Tu hermana parece más joven. Y lleva un vestido estampado,
marrón, muy bonito.

         No hubo más. Pasaron un par de días y tras el entierro la mujer llamó a sus sobrinas para saber cómo estaban y cómo había ido el funeral . En un momento de la conversación, recordó la supuesta visión de su marido, y sin anticipar nada les preguntó cómo la habían vestido.

   Con un vestido estampado, marrón. Estaba muy bonita.

El hombre falleció hará unos diez años. Le conocí bastante, aunque nunca me habló de esta historia. Creo que para él no tuvo mucha importancia. Su esposa, que aún vive, y la hija de ambos me la contaron.


Nunca antes había visto él nada igual , ni hablado como lo hizo aquel día.