Siempre
el mismo ritual cuando su padre acababa la sesión de radioterapia. Remontaban
el sótano del viejo hospital con aquel ascensor imprevisible, avanzaban cuidadosamente hasta
la calle y él le dejaba junto a un inmenso y vigilante árbol por si el hombre
se cansaba de apoyarse en el bastón, mientras iba a por el coche .
Y la conversación, siempre tan parecida.
“Bien, me ha ido bien.” “¿Hoy te ha tocado la rubia?” “Sí, es la que más me
gusta. Es muy campechana.” “¿Notas algo?” “Nada, no me noto nada.” “Estupendo.
Y además te han cogido enseguida.” “Sí, fíjate, son las siete y ya hemos
acabado.” “Mamá se va quedar de piedra cuando vea que estamos de vuelta.” Él pensaba a veces que aquel cuerpo extraño
que le habían encontrado a su padre en un pulmón apenas pintaba nada en el día
a día. Habían conseguido que el problema se redujera a conseguir aparcamiento
cerca del hospital, a que le tocara la enfermera simpática, a no notar
molestias y a acabar lo antes posible. El póker del éxito en aquellos días de
radioterapia. Del éxito momentáneo. Pero, ¿quién quería mirar más allá de
aquellas sesiones?
Ochenta y cinco años suele considerarse
una edad razonable para vivir la vida cerca de la rampa de salida. Pero cuando
él recogió un mes antes los resultados que habían fotografiado aquel cuerpo
inquietante en un rincón del pecho de su padre, se le vino el mundo encima.
¿Así que a su familia también le había llegado aquella enfermedad? ¿Por qué no
lo había previsto? ¿Qué les decía a sus padres? ¿Cómo medir la información para
no engañar y para no dañar? ¿Era eso posible?
Su padre había sido el hombre de
confianza de un notable abogado. Comenzó como pasante cuando ambos eran
jóvenes. Y se jubiló oficialmente poco antes de que lo hiciera el abogado, que
acabaría dejando el bufete a su hijo. Pero allí nadie se jubiló del todo. El
fundador seguía yendo cada día a supervisar, a orientar, a corregir, incluso a
reñir a su sucesor. Y el que fuera pasante mantenía su mesa, revisaba a diario
el BOE y suministraba información al hijo sobre antiguos clientes que aún lo eran.
Junto a la lealtad al abogado, dos virtudes cimentaron la confianza en su trabajo durante cuarenta y cinco años. Una
letra exquisita, como de amanuense medieval, imprescindible en los principios
del bufete, y una memoria prodigiosa que recordaba datos perdidos sobre asuntos
y personas lejanos. Seguir a ratos en su mesa de siempre era una forma de
seguir en el mundo. Incluso en aquellos días de radioterapia, el hijo
acompañaba a su padre dos mañanas por semana al despacho. Tal vez formara parte
de la curación. Recluirlo en casa seguro que le hubiera hundido.
Cuando acabaron las sesiones previstas,
el radiólogo prescribió un mes de descanso, tras el que habría que hacer un
TAC, y según hubiera ido la evolución del tumor, ya decidirían. Se sumergieron,
pues, en una nueva rutina casi parecida a la vida anterior a la enfermedad, de
la que, por cierto, seguía sin hablarse. Dos pequeñas novedades vinieron a
incordiar el plan de calma absoluta. Unos escozores a los que había que aplicar
cremas dos veces al día y un cansancio, al que llamar ligero no era del todo
exacto.
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Hay
días en la vida que se nos caen encima sin avisar y no es posible ni apartarse,
ni echarle la culpa a nadie. Cuando
fueron a la visita tras el mes de descanso, en ningún momento habían previsto la
cara seria del médico al repasar el informe del TAC. Dijo que lo del pulmón había reducido
su tamaño, pero que habían encontrado algo en el hígado. Y les remitió a
cuidados paliativos. El padre no pareció entender mucho lo que pasaba. Para el hijo, aquello fue demasiado.
Él no quiso alargar la conversación con el padre delante. Éste le dio las gracias
al doctor, como nunca olvidaba hacer, y salieron del despacho, pero ninguno de
los dos sabía exactamente adónde ir. De momento a casa, que parecía el lugar
más seguro. Pero el hijo necesitaba saber más y enseguida ideó un engaño. Que
se había dejado unos papeles en la consulta, que le esperara sentado en el
vestíbulo y que volvía enseguida. Le salió bien la astucia, pero nada más le
salió bien. A solas le aclaró el médico que no se esperaba aquello. El tumor
había tenido descendencia y parecía muy agresiva. No valía la pena irradiar
más. Dos, tres meses como mucho. Ya verían que era buena gente la del equipo de
curas paliativas.
Llevó a casa a su padre explicándole que
lo del pulmón estaba mejor y que de momento no querían hacerle más radiaciones.
Y que los nuevos médicos cuidarían de que tuviera las mínimas molestias. Al
padre le pareció bien el plan y no hizo preguntas. Nunca las hacía. Sólo le
dijo si le iría bien llevarle al día siguiente al despacho. Había unos
boletines que quería revisar cuanto antes.
Fue un poco extraño lo que le sucedió al
hijo tras dejar a su padre en casa, dar una versión blanda de la situación a la
madre, que tampoco hizo preguntas, y comer deprisa, inventándose una reunión de
trabajo. Aquel día no soportaba mirar a sus padres con tanto engaño en el
estómago. Se despidió sin llevar siquiera los platos a la cocina.
El tiempo que se les acercaba, imaginó, era como una esfinge en medio
del camino. O acertabas sus dilemas o te devoraba, decía aquel monstruo. Pero a
él le pareció que hiciera lo que hiciera, la esfinge no les iba a dejar seguir adelante
con su vida de siempre. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Si algo bueno
podía pasarle a su padre,¡que le llegara en aquellos días que se estaban
acercando tan deprisa! Y soltó sus palabras como quien suelta un globo rojo.
Extrañamente recordó entonces que la
botella de aceite de oliva Carbonell de su casa estaba en las últimas. Y fue al
entrar en un colmado cuando oyó con claridad total el viejo transistor de la
dueña. No supo a quién entrevistaban, pero cazó al vuelo que el hombre de la
radio afirmaba que tras la muerte pervive la conciencia individual y se inicia
otra forma de existencia. Por un momento no supo qué había ido a comprar. Todo en
aquel día era verdad. Todo. Pero al derrumbarse un rato más tarde en su cama,
no le quedaba ni un átomo de nada.
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Los
avisos del médico se cumplieron. Los de curas paliativas eran gente
encantadora. Y la salud de su padre se fue deteriorando sin perder el tiempo.
No hubo, afortunadamente, dolores físicos importantes. Si acaso, más cansancio
y, sobre todo, una gran desilusión por la comida, un dato desmoralizador en un
hombre que había tenido algunas de sus mayores alegrías entre cocidos y
embutidos. Pero la nota más amarga de aquel tiempo de despedida vino por donde
menos se lo esperaban, y por donde nadie les había avisado.
Un día fue no recordar el nombre del
abogado para el que había trabajado tantos años. Otro, el de su sobrina más
querida. Un día no salía la palabra “bolígrafo”. Otro, el nombre del mes en
curso. El fastidio que le producía ir a por palabras que siempre le habían
llegado como el rayo le fue minando. Hablaba menos y menos claro. La médica que
le visitaba dos veces por semana empezó a preguntarle cosas. En qué año nació,
dónde, de qué había trabajado, cómo se llamaba su esposa, su hijo. El hombre se
batía como un jabato. De hecho, la primera vez se podría decir que aprobó con
nota. Entre un seis y un siete, consideró el hijo, que tampoco entendía muy
bien por qué estaba pasando todo aquello. Después ya supo que probablemente el
cerebro había sido alcanzado por lo otro. Entonces, por primera vez, vio el
final no solo inevitable sino necesario.
Y un día comprendió algo muy importante.
Fue una tarde que estaban solos padre e hijo. El padre quería decirle algo pero
no se le entendía. Y el hijo tuvo una pésima idea, que al principio le pareció
muy buena. Le trajo papel y bolígrafo para que escribiera lo que quería decir.
Él se puso manos a la obra y aquella letra impecable, que tanto le había
distinguido como el pasante de abogado de mejor caligrafía, se convirtió en
renglones torcidos, llenos más de garabatos que de palabras. El padre dejó ir
el bolígrafo herido de muerte en un órgano vital que no aparecía en ninguna
radiografía. Entonces él le dijo cuánto se alegraba de que fuera su padre. Y se
le reveló ese algo tan importante. Lo escribió días después.
Sigues
siendo tú.
Ahí
dentro estás.
Hablas
y cuesta entenderte.
Has
olvidado en qué año estamos, en qué calle vives.
Seguirás
olvidando y confundiendo.
Tomas
el lápiz y tu impecable letra tiembla, se vuelve inútil.
Te
cansan tantos intentos para pedir un simple vaso de agua. Tantos intentos para
seguir estando con nosotros, como siempre estuviste. No puedes comentar nada.
Pero
eres tú.
Con
una seguridad inexplicable, sé que eres tú. Sé que tras ese derrumbe biológico
que cada día nos trae algo nuevo, estás tú y eres tú. El de toda la vida.
Calladito
con tu bastón, sentado en un banco y mirándonos a todos, estás ahí, en el fondo
de ti mismo. Con una mirada lista y en calma. Como si esperaras un taxi privado.
Y
quien te quiere y te mira sin prisa, se ha dado cuenta. Se ha dado cuenta de
que estás entero, aquí, hoy. Mañana también lo estarás, aunque nadie pueda
reparar esos cables sueltos de tu cerebro que no dejan de enredar.
Sigues
siendo tú. Lo he sabido en un instante feliz.
Podría ser que algo parecido a la
misericordia decidiera ocuparse de que aquellos días de palabras mudas y
preguntas sin respuestas se acabaran más pronto de lo que nadie había previsto.