Cuando
Viktor Frankl murió en 1997 en Viena, la
misma ciudad en la que había nacido 92 años antes, no hacía más que 11 meses
que había impartido su última clase en la Universidad. Su energía para comunicar
cuanto había descubierto con su propia vida y con sus investigaciones parecía inagotable.
Y es que ciertamente Frankl tuvo mucho
que decir y fue ampliamente escuchado. Este neurólogo y psiquiatra vienés
escribió 26 libros, que han sido traducidos a 18 idiomas. De uno de ellos (“El
hombre en busca de sentido”) se llevan
vendidos diez millones de ejemplares. Fue nombrado doctor honoris causa por 29 universidades del mundo entero. Durante 25
años, el profesor Frankl fue director de la Policlínica neurológica de Viena y
ha sido estudiado en multitud de artículos, en multitud de lenguas, por sus
aportaciones a la psicología. Estamos hablando del creador de la logoterapia, considerada la tercera
escuela vienesa de psicoterapia (las otras dos serían las fundadas por Freud y
Adler).
Estos datos, que para muchos lectores
son bastante conocidos, no dan apenas
idea de la gran aportación de Frankl al conocimiento del ser humano y a la
superación de sus conflictos internos. Ni aun añadiendo datos como que el libro
antes citado fue considerado por la Biblioteca del Congreso de Washington uno de los diez títulos que más influencia
han tenido en Estados Unidos, se puede comprender cabalmente la importancia de
este hombre, que apuntó al sentido que cada uno logra encontrar para su vida
como el elemento clave de cualquier existencia.
Pero hubo un momento en que Viktor
Frankl estuvo a punto de quebrarse por completo, y nada de este inventario de
hallazgos y reconocimientos hubiera podido existir. Es de este tiempo en la
vida de Frankl, y de un hecho en apariencia muy pequeño, de lo que quiero
hablar.
Era el año 1938 y Austria había sido
invadida por los nazis. Viktor Frankl tenía 33 años y ejercía como médico en Viena,
en un consultorio privado que pronto tuvo que ser cerrado. A los médicos
judíos, y él lo era, se les prohibió atender a pacientes que no fueran judíos.
La amenaza se acercaba inevitablemente. Frankl consiguió un visado para marchar
a Estados Unidos, pero sólo para él, no para su familia. Precisamente entonces le fue ofrecida la
dirección de un hospital de la comunidad cultural israelita de Viena, el Hospital
Rostchild, y él la aceptó. Este hecho va a ser muy importante en esta historia.
Estar al frente de dicha tarea le suponía,
momentáneamente, protección para él y para su familia ante la posibilidad de
ser deportados a un campo de concentración. Frankl decidió, pues, quedarse y
dejó caducar su visado. Pero en el hospital ocurrió algo más. Conoció a una enfermera, llamada Tilly Grosser, y en diciembre de 1941 contrajeron
matrimonio. Poco tiempo después, la situación de los judíos de Viena fue
empeorando. El hospital fue clausurado, y la protección de médicos, enfermeras y familiares directos frente a la deportación se esfumó. Todo podía ocurrir, y
en cualquier momento.
Así fue. En setiembre de 1942, Frankl,
sus padres, su esposa y la abuela de ésta fueron obligados a acudir al “punto
de reunión”, el lugar fatídico desde el que serían llevados a los trenes que
conducían a la nada, es decir, a los campos de concentración. Frankl , al igual
que los demás, tuvo que despedirse de casi todo. Sólo llevó consigo una maleta,
que al llegar al campo desapareció, y el manuscrito de la obra que había acabado de escribir con
premura en los días anteriores: “Psicoanálisis y existencialismo”, que acabó
corriendo la misma suerte. No fue esto lo peor.
El tren al que fueron obligados a subir
no se sabía dónde les llevaba. Amontonados en grupos de 80 personas por
vagón, algunos creían que iban a trabajar a una fábrica de municiones. Pero
llegaron al campo de concentración de Auschwitz. Puestos en fila y ya
custodiados por las SS, hombres y mujeres fueron separados. Frankl y su
esposa tuvieron que despedirse. Como
tantos otros.
Lo que vino después es bien sabido
hoy.1100 prisioneros hacinados en un barracón para 200. Varios días con un
trozo de pan. Cualquier cosa de valor (anillos de casado, relojes, agujas de
corbata…) acababan en las manos de los guardianes. Había que quitárselo todo
para enfundarse el traje del campo, y en 2 minutos; después llegaban los
latigazos. Cabezas rasuradas, dormir sobre los tablones de las literas y varios
hombres en cada una… Viktor Frankl lo resumía diciendo que “lo único que
poseían era la existencia desnuda”.
Mas no para todos fue así. Esta era la
vida que esperaba a los que desde la llegada del tren fueron enviados en una
dirección del campo. Muchos otros fueron enviados a un edificio con un rótulo:
“Baño”. Incluso se les daba una pastilla de jabón al entrar. De sus duchas,
como es sabido, no salía agua. Así funcionaban los crematorios.
Para los que habían salvado aquella primera
selección, estaba esperándoles una vida en condiciones extremas. Temperaturas a
20 grados bajo cero, desnutrición, enfermedades frecuentes, trabajos durísimos
al aire libre, insultos, golpes…Y algo más,algo casi peor: la ausencia de
noticias de los familiares. En el caso de Frankl , eran sus padres, y era su
joven esposa Tilly. ¿Cómo sobrellevar todo aquello?
Viktor Frankl lo cuenta en su libro “El
hombre en busca de sentido”. Éstas son sus palabras:
Mientras
marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo y
apoyándonos continuamente el uno en el otro, cada uno pensaba en su mujer. De
vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al
primer albor rosáceo de la mañana, que comenzaba a mostrarse tras una oscura
franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien
vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y
cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un
pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad
vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría
definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y
más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el
significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo
humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través
del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía
puede conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente —si contempla al
ser querido.
En este punto hay que anotar que, de su
amada esposa, Viktor Frankl se había despedido dramáticamente, al ser
separados nada más llegar a Auschwitz, con estas palabras: “Conserva la vida a
cualquier precio, óyeme bien, a cualquier precio”. Frankl se adelantaba así a
los terribles pensamientos, a las dudas fatales, a los remordimientos que podrían
paralizar a Tilly si se veía obligada a prostituirse con un oficial de las SS.
Un día, en uno de aquellos grises
amaneceres, Frankl estaba cavando una trinchera y en voz muy baja le hablaba a
su esposa. Pero se sentía acabado, sentía próxima su muerte, y entonces,
hallando un resto de energía en su interior se preguntó si aquella existencia
tenía algún sentido. Y de lo hondo de sí
mismo oyó un “sí”. En aquel mismo instante, en una franja lejana encendieron
una luz, que se quedó fija en el horizonte oscuro.
Siguió golpeando el helado suelo, y siguió hablando con Tilly. El guardián soltaba sus insultos habituales y entonces algo nuevo, algo único, sucedió:
Siguió golpeando el helado suelo, y siguió hablando con Tilly. El guardián soltaba sus insultos habituales y entonces algo nuevo, algo único, sucedió:
Volví
a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza
y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano,
cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo
momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra
que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.
Viktor y Tilly no pudieron reanudar su relación al final de la guerra.
Ella, así como el resto de la familia, no sobrevivió al campo de concentración.
No se sabe cuándo murió.
El libro en que Frankl dejó escrito todo
esto (“El hombre en busca de sentido”) llevaba un primer título: “Trotzdem ja
zum Leben sagen”, que según nos aconseja el diccionario sería: “A pesar de
todo, decir sí a la vida”.
Para llegar un día a tal conclusión,
Viktor Frankl habló, a pesar de todo, a su querida esposa.