Era
tanto el amor de Petrarca por los libros, que el día que acometió la proeza de
escalar el Mont Ventoux, llevaba en su bolsillo uno de tamaño muy reducido,
“pero de infinita dulzura”, en palabras suyas, y se puso a leerlo al alcanzar la
cima.
Este hecho, que él mismo narró con gran
detalle en una carta a su amigo Dionigi da Borgo San Sepolcro, y del que vamos
a ocuparnos en este texto, ocurrió el 26 de abril de 1336, cuando tenía 32
años; aún viviría 38 más. Hasta ese día, la vida de aquel hombre nacido en Arezzo
el 20 de julio de 1304 ,y crecido cerca de Avignon, ya había mostrado las líneas
maestras de lo que sería su existencia. Sin embrago, algo esencial aún tenía que
ocurrir .
La juventud del que sería uno de los
más influyentes poetas de la historia de la literatura, y ejemplo máximo de
humanista, había transcurrido en la Provenza. Allí Francesco Petrarca conoció
bien la poesía que habían inventado los trovadores, y debió de sacar muy buena
nota en su educación sentimental de la mano de aquellos enamorados de damas
imposibles, a las que, a pesar de todo, amaban con pasión, trataban con delicadeza
y poetizaban sin descanso. El amor cortés. ¡Cómo llegaría Petrarca a recrearlo!
Mas otro tipo de amor le había
comenzado a poseer y nunca le abandonaría: el que profesó por los libros en
general y por la literatura clásica latina en particular. Sin embargo, su padre
le envió muy joven a estudiar leyes en Montpellier y después en Bolonia. El
padre no quería saber nada del hechizo que aquellos libros ejercían sobre su
hijo y un día llegó incluso a quemarlos. Petrarca, según se cuenta, salió corriendo hacia la hoguera
para rescatar cuanto fuera posible.
En el 1326 murió el padre y Petrarca regresó
a Avignon. Un año más tarde, el Viernes Santo, ocurrió un hecho inesperado y
trascendental. Y fue que vio por primera vez a una dama, llamada Laura, y ese
día la historia de la poesía comenzó a cambiar. También comenzó a cambiar Petrarca,
claro está, que se enamoró hondamente de ella, casi con seguridad ya casada, a
la que vio pocas veces más y siempre de manera fortuita. Poco importó que no
fuera correspondido. El impacto sentimental debió de ser indescriptible, y a
nuestros ojos, de otro mundo. A partir
de aquel día no dejó de escribir (en italiano, que no en latín como el resto de
su obra) centenares de composiciones dedicadas a Laura, de una penetración
psicológica y precisión en la palabra tan originales en su momento, que crearon
una escuela poética de gran influencia en toda Europa: el petrarquismo.
Dejo aquí unos versos del soneto 18 (en
traducción de Atilio Pentimalli):
Cuando
todo estoy vuelto hacia aquel sitio
donde brilla la bella faz de
mi señora,
y me ha quedado en el
pensamiento la luz
que adentro poco a poco me
arde y me consume;
yo, que
temo que el corazón se me rompa
y veo cercano el concluir de
mi luz,
me marcho, como un ciego, sin
luz,
que no sabe dónde va y sin
embargo parte.
¿Adónde partió Petrarca con aquella
inundación de amor que no cesaba? En varias direcciones. Hacia el pasado, sin
duda. La cultura clásica, que la Edad Media poco había apreciado, fue uno de
sus motivos de vida. El estudio de Cicerón, Virgilio, Tito Livio y tantos
otros; los viajes por Europa recuperando manuscritos de estos y otros autores; la creación de una importante biblioteca personal que acabó donando a la ciudad
de Venecia; en fin, la tarea de traer al presente la riqueza de un pasado
eclipsado durante siglos, tarea que conocemos hoy como Humanismo y que formó
parte esencial del Renacimiento.
También partió Petrarca hacia una casa
cercana a Avignon, en Vauclus (valle cerrado), donde se abismó en sus estudios,
en la escritura de obras en prosa y en verso, en latín, y en la prolongación
del retrato poético de su amor por Laura, que hoy se conoce como “Cancionero”.
Y un día partió a la conquista de la
cima de un gigante de casi 2000 metros de altura: el Mont Ventoux. Hoy es especialmente conocido como el final
de muchas etapas ciclistas del Tour de Francia, pero en siglo XIV, nadie (o
casi nadie) se había atrevido a emprender la subida, ni nadie parecía tener
motivos para arriesgarse a tal empresa. ¿Por qué Petrarca se empeñó en hacerlo?
Decía al principio que todo lo
relacionado con esta insólita iniciativa de 1336 lo dejó escrito en una larga
carta a un amigo, que comenzó a redactar la misma noche en que regresó de la
ascensión. En su escrito, este hombre de 32 años, dedicado al estudio y a la
poesía, enamorado de una imposible dama, aunque en 1330 había tomado las
órdenes menores eclesiásticas, nos explica que su deseo era llegar a la cima
para contemplar el formidable y vastísimo paisaje que desde ella se podría
descubrir. Era la gran montaña de la zona en que se había criado y siempre la había tenido ante sus ojos. Mas un hecho muy
literario, muy propio de su devoción por los autores clásicos, le había animado
definitivamente: la lectura de la Historia de Roma de Tito Livio, quien
explicaba que Filipo, rey de Macedonia,
había escalado el monte Hemo en Tesalia, atraído por el rumor de que desde su
cumbre se podían divisar dos mares: el Adriático y el Euxino. El embrujo de la
naturaleza sumado al de la cultura decidieron a Petrarca a
acometer la conquista de la montaña. Le acompañaron su hermano pequeño y
dos criados.
Al comenzar el intento un pastor
intentó disuadirles. Fue en vano. La ilusión por llegar a un lugar vedado al
ojo humano era más fuerte que el desafío de aquella mole rocosa. Crestas,
valles, rocas, zarzas…Petrarca buscaba entre todo ello el camino más accesible.
Retrocedía, hallaba otro atajo, perdía el paso de su hermano, se reencontraban
más tarde, y mientras tanto se hablaba a sí mismo:
Debes
saber que lo que hoy te ha sucedido tantas veces en la ascensión de este monte
os ocurre a ti y a otros muchos en el camino de tu viva bienaventurada.
La vida que llamamos bienaventurada
está situada en un lugar elevado; la senda que a ella conduce es angosta, según
dicen.
Finalmente llegó a la cumbre soñada. El
espectáculo, descrito por él mismo, era impresionante. A sus pies, las nubes.
Dirigiendo la vista a Italia, aparecían los Alpes. Hacia occidente, los montes
de Lyon; a la izquierda, el mar de Marsella; frente a ellos, el río Ródano.
Petrarca admiraba todos los detalles desde aquel espacio de soledad.
Fue entonces cuando abrió al azar el
librito que siempre le acompañaba: las “Confesiones” de San Agustín, regalo del
amigo a quien escribíó la carta con este relato, y en la que quiso recalcar que
“a Dios pongo por testigo, y también a mi hermano –que se hallaba presente,
porque esperaba con interés oír a Agustín hablar por mi boca-, de que las
primeras líneas que vi decían”:
Los
hombres viajan para admirar la altura de los montes, las grandes olas del mar,
las anchurosas corrientes de los ríos, la latitud inmensa del océano, el curso
de los astros, y se olvidan de lo mucho de admirable que hay en sí mismos.
Petrarca se
quedó atónito y guardó silencio. Emprendieron el camino de regreso, pero nadie
le oyó decir ni una sola palabra.
No
podía creer que se tratara de un suceso fortuito, sino que pensaba que lo que
allí había leído se había dicho únicamente para mí.
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Francesco Petrarca se consagró al estudio y a la escritura. Su
visión de la cultura no apuntaba a una simple acumulación de conocimientos,
sino que aspiraba a la sabiduría. Es, sin duda, uno de los padres del Humanismo:
la visión del ser humano como centro del mundo. El traje mental que la Edad
Media había reservado al hombre, le vestía para una vida de cumplimiento de la
voluntad divina, como tarea principal de sus días. El Humanismo fue clausurando
esa época, fue desgarrando las costuras de ese traje ya demasiado estrecho y,
con Dios o sin Dios, nos propuso descubrir qué era el ser humano, en toda su
amplitud.
Algunos estudiosos creen que aquel
hecho del Mont Ventoux fue un decisivo impulso para el nacimiento de esta
visión de la existencia. Hay quien cree, incluso, que aquel día comenzó,
simbólicamente, el Renacimiento, dada la influencia histórica de Petrarca. Bien
es cierto también que algún otro biógrafo optó por bautizarle, a raíz de la
conquista de la montaña, como “el primer alpinista moderno”. De lo que no cabe
duda es de que el hombre que bajó de la gran montaña no era el mismo que la
había subido.
Un día le
quisieron confiar un cargo eclesiástico que implicaba dedicarse por completo a
una parroquia. Petrarca rechazó el ofrecimiento y dijo: “Bastante quehacer me
da mi propia alma”.