Esta
Andrómeda no es otra que la galaxia gigante y la razón de tener que ponerse en
contacto con ella es que se nos está viniendo encima a una velocidad espantosa. Es cierto que los periódicos nos
llegan saturados de malas noticias, pero uno no acaba de entender los pocos
comentarios que ha provocado esta reciente noticia, medalla de oro del
apocalipsis: la galaxia de Andrómeda va directa hacia nuestra Vía Láctea, que,
para acabarlo de arreglar, también se dirige hacia ella. Y ambas con una prisa
enorme por chocar de frente. Se
desplazan a unos 400.000 Km. por hora. ¿Qué más se sabe del asunto?
Seguramente estaremos de acuerdo en que
cuando nos da por pasearnos por el Universo (siempre, por supuesto, desde una
butaca en casa o en un planetárium) volvemos desolados por lo inabarcable que es el mundo de Buzz Lightyear, aquel
personaje de “Toy Story” que gritaba un pensamiento filosófico cada vez que
despegaba: “¡Hasta el infinito y más allá!”. Repasemos, si no, los datos de
estas dos galaxias de rumbo enloquecido.
Andrómeda está a 2’5 millones de años
luz de nuestra Vía Láctea. ¿Alguien sabe cuánto es eso? Y contiene un billón de
estrellas. El número no es exacto, ciertamente, pero ¿cuánto es un billón de
cualquier cosa? Si alguien quiere saber
algo más de Andrómeda, que sepa que emite ondas de radio en la banda de los
158.8MHz. He aquí la galaxia gigante de
Andrómeda:
Y ahora la Vía Láctea, en cuyo interior
moramos los humanos, más concretamente en una región de ella, en el Sistema
Solar, como bien sabemos. El diámetro de esta galaxia es de 100.000 años luz y
contiene entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas. Dos datos más
improcesables para mentes como las nuestras, acostumbradas a desplazarse, como
mucho, a 1.000 o 3.000Km., y a contar, también como mucho, en términos de 2 o
quizá 20 millones, que es lo que en euros ganan nuestros admirados futbolistas
de élite, y poca gente más. La densidad de estrellas es característica de la
imagen de esta galaxia nuestra.
Como decía al principio, las
conclusiones de los astrofísicos que han estado observando el panorama con el
telescopio espacial Hubble durante los últimos cinco años, son que el choque
será frontal, que nacerá una nueva galaxia, suma de las masas de las dos, que
el Sol saldrá despedido hacia un extremo del nuevo todo y que la gran mayoría
de estrellas sobrevivirán, aunque ocuparán nuevas órbitas. No encuentro datos
sobre el ruido que tal encontronazo cósmico pueda producir. ¿Se propagará el
sonido inmenso? ¿Estará fuera del alcance del oído humano? Se trate de un
estrépito indecible o de un silencio horripilante, lo cierto es que parece que
ya hará mucho que el último humano habrá
cerrado la luz del último rincón de la Tierra. Y es que de la noticia aún nos
falta lo más importante para nosotros: el tiempo.
Seguramente los datos que han enfriado
la avalancha de artículos, comentarios, tertulias y cartas al director, que
tenían que haber explotado, sean los relativos al tiempo, aún no mencionados. Y
es que el fenómeno arrasador va para largo. Este choque de galaxias se
producirá dentro de 4.000 millones de años. Y eso a pesar de la velocidad de
ahora mismo con que se mueven Andrómeda y Vía Láctea, la una hacia la otra. Así
de lejos estamos. Así es el Universo. Falta tanto tiempo que, según afirman hoy
los especialistas, de la vida en la Tierra no quedará ni rastro. Quién sabe si un día
cambiarán de opinión. El hecho es que falta mucho, sí, pero la cuenta atrás ya
ha comenzado, diría una persona realista con los datos en la mano. Sin embargo,
entre la alarma y la indiferencia, ¿cabe alguna otra actitud?
Caben al menos dos, a mi parecer. Una
es quedarse anonadado y hundido por este choque de magnitudes entre lo humano y
lo intergaláctico. Nuestra pequeñez frente a lo gigantesco, tanto si se habla
de distancias, de años o de estrellas. Es difícil no caer en la melancolía
cuando, a primera vista, comparamos nuestra estatura con la del Universo. Queda
muy bien reflejado este impacto en el rostro de un niño de la premiada película
“Annie Hall” de Woody Allen. El protagonista evoca su niñez (difícil no pensar
en la del propio Allen), el día que su madre le llevó al médico porque andaba
siempre desmoralizado desde que había descubierto
que “EL Universo se expande y se
expande…”
Pero puede haber otra manera de
contemplar el mundo. De contemplarlo más allá incluso de la descripción precisa
y neutra de la astrofísica. La historia
que viene a continuación es un ejemplo
de lo que le puede suceder a un ser humano cuando se detiene, hondamente, ante
lo que le supera. Frente a la inmensidad existe un poderoso lugar capaz de
muchas cosas: la intimidad del ser humano. La mirada intensa del ser humano. El
silencio del ser humano. La capacidad de darse cuenta del ser humano. A veces
ocurre algo.
Nació en un lugar de la Europa central
en 1887 y falleció en 1961. Tenía gran talento para la ciencia, pero le
interesaron también la filosofía y el
arte. Fue principalmente físico, pero hacia sus últimos años su indagación le
llevó a interesarse por la biología. Todo esto y nada de esto tienen que ver
con lo que le sucedió un día y que él mismo se encargó de anotar.
Estaba sentado en un rincón de la alta
montaña. Su vista le devolvía la majestuosidad de unos picos altísimos,
coronado uno de ellos por un glaciar. Más abajo, rocas, pastos, zonas de
árboles. A sus pies, un valle silencioso. Los últimos rayos del sol poniente
teñían de rosa la visión, mientras el cielo azul, pálido, en pocas horas se
habría apagado. Él contempla absorto el mundo así recortado, pero advierte que
lo que todo ello le fue inspirando podía haberle pasado ante otra faceta del
Universo.
Cuanto
ahora se le ofrece en la alta montaña está ahí desde hace miles de años, sin apenas cambios. Él, en
poco tiempo, habrá dejado de existir, y toda
esa naturaleza, se dice para sí mismo, seguirá ahí miles de años.
¿Qué
es lo que me ha sacado de la nada de un modo tan repentino, a fin de gozar por
tan poco rato de un espectáculo al que resulto absolutamente indiferente?
Observa entonces que las condiciones que,
remontándonos a los orígenes, le hicieron posible a él son las mismas que
hicieron posible lo que ahora está contemplando. De hecho, posiblemente en ese
mismo lugar que ahora ocupa él, estuvo hace cien años otro hombre, mirando,
pensando. Como él. Con alegrías y penas, proyectos y dificultades. Como él.
¿Era alguien distinto a él? ¿No podía ser él mismo? ¿En qué consiste lo que
llamamos yo? ¿Por qué quien ahora
mira y reflexiona soy yo y no otro?, se dice a sí mismo. “Cuando objetivamente lo que hay en
todos es la misma cosa, ¿ qué es lo que justifica que nos empeñemos tan
obstinadamente en descubrir la diferencia entre mi propio yo y los demás?”
No sabemos cuánto tiempo pasaría desde
esta visión interior a la siguiente. Esa “unidad de conocimiento, sentimiento y decisiones”, a la
que llamamos yo, ¿podía haber surgido
de la nada, unos pocos años antes, para, al cabo de un poco de tiempo más,
volver a desaparecer?
No. Le parece que no. Que esta “unidad
de conocimiento sentimientos y
decisiones” es en lo esencial lo mismo en todos los seres humanos. Y es eterno.
Y es inmutable. Así lo ve. Y alcanza al todo. Esa vida que él capta en sí
mismo, detrás de sus circunstancias personales, está en esencia en todo. Y
nuestro hombre se tumba ahora y nota su espalda sostenida por la Madre Tierra,
y tiene la absoluta certeza “de ser una sola y misma cosa con ella y ella con
nosotros”.
Esta es la historia de un día en la
vida de Erwin Schrödinger. De alguien que, dedicado a la investigación en
Física, llegó a formular una ecuación de mecánica ondulatoria, llamada ecuación
de Schrödinger, que resultó decisiva para el futuro de la mecánica cuántica. También
el creador de aquella paradoja llamada el gato de Schrödinger, el único gato
que podía estar vivo y muerto a la vez. Por sus contribuciones a los avances en
Física le fue concedido el Premio Nobel en 1933. Posteriormente escribió un
libro orientado hacia la Biología, “¿Qué es la vida?”, que tuvo repercusión en
estudios posteriores de genética. El texto de esta historia forma parte de su
libro “Mi visión del mundo” y lo recoge
Ken Wilber en “Cuestiones cuánticas”.
La visión de Schrödinger que acabo de
narrar, con la que bastantes buscadores de la realidad última estarían de
acuerdo, no está aquí para ser promocionada como tal. Es sólo una muestra de la
fuerza creativa de un ser humano. La inmensidad cósmica nos sobrecoge pero no siempre nos paraliza. ¿Por qué tenemos esa capacidad de avanzar en la
comprensión de la realidad, la visible o la invisible? ¿Por qué podemos ir
entendiendo la vida en la que hemos despertado? Podría haber una distorsión
total entre mente humana y realidad externa. Y no parece que la haya. Es cierto
que los avances son lentos. En el mismo terreno de la Física, la cautela de los
más grandes es notable. “El logro más significativo de la Física del siglo XX
es el reconocimiento de que no nos hemos puesto en contacto con la realidad
última”, dijo en 1931 Sir James Jeans, eminente matemático, físico y astrónomo.
Y el biólogo J.B.S.Haldane escribió: “La realidad no sólo es más extraña de
cómo la concebimos, sino más extraña de cómo podamos concebirla”. Nada
completamente definitivo, pues, pero ese reconocimiento de que no se sabe del
todo es ya una forma de mostrar que hasta de lo aún desconocido se tiene cierta
noción.
Con esta capacidad de esclarecimiento
puede contemplar el ser humano el fabuloso espectáculo del cosmos. Y no como algo completamente
ajeno, sino como la matriz a la que un hilo (¿esencial?) nos une. Todo y todos
fruto de aquella gran explosión. Desde esta Vía Láctea en la que, solitarios o
acompañados, habitamos y cuyo rumbo no sabemos controlar, habría que pensar en
ir a hablar con Andrómeda para que se replantee
el estropicio galáctico al que se dirige. Pero, ¿dónde están los responsables
de esta galaxia? ¿Dónde está su puente de mando, dónde su sala de máquinas?Otro
físico de renombre, Sir Arthur Eddington, tuvo una intuición en cierto modo relacionada
con esta descabellada propuesta: “Algo desconocido está haciendo no sabemos
qué”. Quizá no tendríamos, pues, que dar por perdido el intento.
Los seres humanos vivimos, por regla
general, indiferentes al Universo en que hemos nacido y en el que viviremos
hasta que nuestro cuerpo y el de todos los demás seres, queridos o no, se
disuelvan. Y esta distracción nos sienta fatal. No es ni tan siquiera natural.
Algo decisivo se nos tiene que estar escapando si no atendemos al gran país del
que formamos parte: el Cosmos. Lentamente hemos ido descubriendo que no somos seres aislados. Que,
para empezar, familia y sociedad nos
influyen y nos necesitan. Lentamente vamos cayendo en la cuenta de que la
Tierra no es un simple decorado de nuestras andanzas , sino otro ser vivo al
que necesitamos y que nos necesita. ¿Por qué detener esta ampliación del campo
de conciencia al llegar al techo de la atmósfera? ¿Qué pasaría si contemplar
calladamente , hondamente, el Universo, varias veces a lo largo de cada vida, se
convirtiera en una actividad considerada necesaria, indispensable? Una especie
de valor humano, enriquecedor. Una parte del currículum escolar y de la
formación permanente. Un patrimonio de la Humanidad.
Aparte de que alguien pudiera dar con
la forma de conectar con Andrómeda, cosa que también a mí se me antoja ahora muy
difícil, creo que de esos “viajes” con la mirada intensa y un recogimiento casi
sagrado algo nuevo nos llegaría del océano cósmico y su inagotable espectáculo
de luces, distancias y movimiento incomprensible. Es probable que al acercarnos
a su grandeza y a su inagotable acción, al intimar con su obstinada energía,
con su sonido primordial, al que llamaríamos silencio, con sus proyectos
indescifrables, al intimar con toda esa abundancia, a la que también
pertenecemos, es posible, digo, que se nos fueran las ganas de unas cuantas
cosas . De la bronca por la bronca o del exterminio del otro porque así lo
quiero yo. Del gusto por la discusión, porque yo y los míos hemos de tener
razón. De la pasividad, en cambio, ante la miseria o la violencia que no llegan
a discutir, pero que no se arreglan.
Tal vez nos hace falta leer un poco ese
libro abierto de infinitas páginas que científicos y contemplativos nos van
poco a poco descifrando. Quizá ahí esté aguardando un secreto sin palabras, un
aire muy puro que puedan ir renovando la
vida en este minúsculo rincón del
Universo inabarcable.
Entonces, aunque nadie haya podido hablar nunca con Andrómeda y lograr que
recapacite, pudiera ser que cuando embistiera nuestra galaxia, al abordar la
Tierra, encontrara un gran cartel, o muchos, que dijeran en un montón de
lenguas:
YA
NO ESTAMOS AQUÍ,
PERO
CONSEGUIMOS
ENTENDER
MUCHAS COSAS.