Es
difícil acercarse a Goethe sin sentir una cierta pequeñez. Quien es considerado
no sólo como un autor clásico de la literatura universal, sino como primer
representante de las letras alemanas, leyó, escribió, investigó y vivió lo que
muchas personas juntas jamás alcanzarían.
Poeta, novelista y autor teatral,
estudió y también publicó sobre Anatomía, Botánica, Mineralogía y Geología. Su
“Teoría de los colores” es uno de los libros más citados, aunque controvertidos,
dentro de su producción no literaria.
Pero hay más. Como hombre de confianza del Gran Duque de Weimar, Carlos Augusto,
desarrolló en aquel ducado una tarea política de primera fila. Escribió también
una obra autobiográfica (“Poesía y
verdad”) y mantuvo frecuentes charlas con su fiel Eckermann, lo que llevó a que
en sus “Obras completas” aparezca un título decisivo: “Conversaciones con
Eckermann”. Si de otro gigante de la literatura europea, Shakespeare, conocemos
bien su amplísima obra, pero mucho menos su biografía, de Goethe lo conocemos
todo: su inmensa obra y su larga vida, cuyo inicio tuvo lugar en Frankfurt, el
28 de agosto de 1749, y acabó el 22 de marzo de 1832, en su casa de Weimar.
Nietzsche dijo de él: “Goethe es el último alemán por el que yo siento
respeto”.
Por lo tanto, hay que escoger algún
camino de los muchos que se ofrecen al visitante cuando se llega al mundo de
Goethe, y el que marca el título de este escrito precisa como guía una mano de mujer.
Es, probablemente, una buena manera de
acercarnos a quien quiso dar punto final a su obra más universal,
“Fausto”, con estas palabras:
El
eterno femenino nos impulsa hacia arriba.
No
se puede hablar así sin haber celebrado,
y sufrido, largamente el amor a la mujer, ni sin haber sido transformado por su
misteriosa fuerza. Los amores de Goethe nos son bien conocidos, desde su
juventud hasta los inicios de su ancianidad. Aquí sólo apuntaré cuatro nombres.
Tres damas, de relevancia muy distinta en su “impulso hacia arriba”, y un
sueño, aunque muy real, que a punto estuvo de hundirle.
En 1772 conoció a la prometida de un
amigo, Charlotte Buff, de la que se enamoró. Ella acabó casándose con su novio.
Dos años más tarde, aparecía su obra más romántica y la de mayor éxito popular,
“Las penas del joven Werther”. La amada del protagonista, no por casualidad, se
llamaba Lotte. Werther la describe cortando rebanadas de pan para sus hermanos.
Ésta fue también la primera imagen que tuvo Goethe de Charlotte Buff, quien tenía
que cuidar de sus hermanos pequeños, huérfanos de madre.
Carlota von Stein apareció en su vida
en 1775. Tenía ya entonces siete hijos de un matrimonio infeliz. Goethe le
llegó a escribir 1700 cartas y notas. Las de ella se han perdido en su casi
totalidad. Para algunos biógrafos, fue una relación platónica. No para todos. En
la gran influencia recíproca hay total coincidencia. Siete años mayor que él,
murió cinco años antes. Sus respectivas casas en Weimar estaban muy cerca. Por
tal motivo, y para ahorrarle una última tristeza, ella dejó escrito en su
testamento que su cortejo fúnebre no pasara por delante de la mansión de
Goethe.
Christiane Vulpius fue probablemente la
mujer más inesperada en el corazón del poeta. Corría el año 1788 y Goethe hacía
poco que había regresado a Weimar tras un viaje de dos años por Italia. Estando
un día en un parque del ducado, donde era una figura conocida e influyente, se le
acercó una joven que trabajaba en un taller de confección de flores para
vestidos y cortinajes, y le suplicó que diera trabajo a un hermano suyo, que
vivía en la mayor pobreza. Era una muchacha sencilla, alegre, amante del baile,
con muy pocos estudios, huérfana de padre, habitante de un mundo desde el que
la aristocracia del dinero y la cultura se veían muy lejanos. Goethe quedó
prendado y pronto iniciaron una relación sin trabas, a la que aludió con estas
palabras:
Múltiples
efectos causan las flechas del amor: unas rasguñan, y su lento veneno enferma
largo tiempo el corazón. Pero otras penetran en la médula, inflaman la sangre,
y a la mirada –como en aquellos tiempos en que dioses y diosas se amaban- sigue
el deseo, sigue deleite al deseo.
Pese a la inicial discreción, se acabó
sabiendo en Weimar que Goethe vivía con una mujer con la que no estaba casado.
No le importaron los juicios, los comentarios ni el escándalo. Se encerró en su
casa con ella y continuó su obra literaria y sus investigaciones sobre los
colores, la luz, las plantas... En sus versos respondió al vacío con que casi
todo Weimar le pagó por su insolencia de vivir fuera del matrimonio, y con una
mujer alejada de su condición social:
Ahora
tardaréis en descubrir el refugio que Amor, con regia protección, me ha dado.
Aquí me cubre con sus alas; la amada no teme las airadas maledicencias.
Sin embargo, un día Goethe decidió
proponerle matrimonio. En cierto sentido, había descubierto más hondamente quién
era su amada Christiane. La causa es bien conocida.
Era el año 1806. Las tropas de Napoleón
ya habían llegado victoriosas al centro de Alemania. En octubre los ejércitos
prusianos, y con ellos el Gran Duque de Weimar, son derrotados en Jena. Weimar
es conquistada por los franceses el 14 de octubre. La misma noche, la gran casa
de Goethe se llenó de algunos ciudadanos del ducado en busca de refugio, y de
soldados franceses. Dos de éstos acabaron borrachos y, con las armas en la
mano, subieron a su dormitorio en actitud violenta. Él fue sorprendido por la
irrupción, pero Christiane, que había seguido a los soldados, se interpuso, les
echó de la habitación y bloqueó la puerta. Pocos días después se casaron y en
los anillos Goethe hizo grabar la fecha del incidente, transformada ya en
recuerdo de un gran acto de amor.
Tendrían cinco hijos, pero sólo uno
sobreviviría: August, quien acabaría haciéndole abuelo de tres nietos, frutos
de su matrimonio con Otilia, en cuyos brazos precisamente moriría Goethe, un
día de marzo de 1832. Sin embargo, su querida Christiane le había precedido
bastante antes, en junio de 1816. Su dolor quedó así escrito:
A
mi alrededor, el silencio de la muerte y el vacío.
Nuestro recorrido -incompleto- por la
pasión amorosa del sabio de Weimar está llegando a su fin, mas un acto decisivo
aún ha de tener lugar. El que llevó a Goethe a escribir una de sus obras
poéticas más celebradas: “Elegía de
Marienbad”.Y el que le tuvo a punto de ser abatido por el eterno femenino.
1823. Era el tercer año consecutivo que
Goethe pasaba el verano en el balneario de Marienbad. Algo nuevo le estaba
sucediendo. Se lo explicaba en una carta a su gran amigo, y músico, Zelter, que
pronto cobrará protagonismo en esta historia:
Esta temporada en Marienbad, que tan corta se
me ha hecho, me he sentido alegre, y como si hubiera vuelto a la vida.
Y aludía a la importancia que la música
estaba volviendo a tener en su alegría, tras dos años desconectado de ella. En
Marienbad había conciertos, bailes, jolgorio, charlas, bullicio…y una joven,
llamada Ulrike von Levetzov. Ella, su hermana y su madre, a quien Goethe
conocía de mucho tiempo atrás, eran compañía habitual del poeta y causa de
aquel “volver a la vida”. Pero el sentimiento íntimo de Goethe se desbocó:
¡Si alguna vez amor entusiasmó a un amante,
ello ocurrió conmigo del modo
más hermoso!
(Elegía de
Marienbad)
Acabado el veraneo en Marienbad, madre e
hijas regresan a Karlsbad. Goethe las sigue y se aloja junto a ellas. Prosigue
sus encuentros, las conversaciones, y su pasión por Ulrike cada día crece más.
Hasta el punto de que propondrá al Duque de Weimar, su amigo de tanto tiempo,
que hable con la madre de Ulrike para pedirle su mano. Era un hombre de 74
años. Ella, una muchacha de 17. La petición desconcertó a la familia. La madre
llegó a preguntar a su hija si ella deseaba ese matrimonio. La hija preguntó a
la madre si ella quería que se casase con aquel gran hombre. Todas respetaban a Goethe. Y le querían. Pero
nadie le veía como esposo de Ulrike. Ella sólo sentía el afecto que se puede
sentir por un padre.
La respuesta a la petición de mano fue
negativa, aunque delicada en la forma. Había que evitar herir a Goethe. Él aún
permaneció en Karlsbad desde el 25 de agosto hasta el 5 de setiembre. Nada más
se dijo sobre aquella pretensión. Coincidieron aquellos últimos días con el
aniversario de Goethe. Y se celebró. Y Ulrike y su hermana le regalaron un vaso
con sus nombres grabados, vaso que él conservaría hasta su muerte en su mesa de trabajo. Y hubo música, y flores,
y pastel de cumpleaños, y unas botellas de su vino preferido. La señora Levetzov
quería que Goethe partiera con un buen recuerdo. Más no podía hacer. Él, por su
parte, sonreía y daba las gracias por las atenciones. En su interior, el drama
estaba a punto de estallar con toda su fuerza.
El 5 de setiembre inicia el viaje de
regreso a Weimar. Era un día otoñal, ventoso y frío. En la calesa le acompañan
su sirviente y su secretario. Ellos serán testigos de que en aquel trayecto,
sin apenas palabras, Goethe escribía y escribía.
¿Qué he de esperar ahora de
una nueva visión,
de la flor todavía cerrada el
día de hoy?
Ante ti están abiertos
Paraíso e Infierno;
vacilan los sentidos en mi
ánimo agitado.
No puedes dudar ya: a la
puerta del Cielo
ella avanza, y te quiere
elevar a sus brazos.
El poeta calificó esta “Elegía de
Marienbad” de “Diario de la vida interior”, pero esta confesión intensa de su
gozo y su tormento por haber descubierto de nuevo el amor y por tener que
aceptar que no le sería posible vivirlo, estuvo siempre tratada con el rigor de
una gran obra literaria. En su versión original se aprecian las estrofas regulares
de seis versos, con sílabas contadas y rimas constantes .Y aunque en las
traducciones se pierda todo ello, sí alcanzamos a captar la magnitud del
sentimiento que la había inspirado:
Perdí mi mundo y me he perdido a mí mismo,
y eso que fui hasta hace poco
el predilecto de los dioses;
quisieron ponerme a prueba ,
me entregaron a Pandora,
tan rica en bienes y más rica
aún en peligros;
me empujaron hacia la boca
generosa,
me separan de ella y me
destruyen.
Con la privación de aquel sueño de amor,
probablemente Goethe sentía que se estaba despidiendo para siempre de la mujer.
Así que, en lo más profundo del otoño de Weimar, se vino abajo. Como un Don
Quijote obligado a renunciar a sus andanzas de caballero, él también enfermó,
sin que se supiera exactamente de qué. Su nuera estaba de viaje, su hijo no
sabía qué hacer, los médicos no encontraban remedio. Y él se extinguía. Alguien
tuvo entonces la idea de informar al que en aquellos momentos era su mejor
amigo: el músico Zelter, a la sazón director del Real Instituto de Música Sacra
de Berlín. Zelter había iniciado una gran amistad con el poeta en 1799, a raíz
de haberle dado a conocer la música que había compuesto para dos poemas suyos.
Cuando llegó a la casa del amigo enfermo, pronto captó la situación, y lo dejó
escrito en una carta:
¿Con
qué me encontré? Pues con alguien que parece que no tenga más que amor en el
cuerpo, todo el amor y todos los sufrimientos de la juventud.
Y por alguna razón misteriosa, a Zelter
le fue concedida la fortuna de dar con la medicina que nadie encontraba. Se
quedó varias semanas con Goethe y le
leía, una y otra vez, los versos de su "Elegía de Marienbad”. Pronto debió
de sentir algo el poeta. Le dijo a Zelter que tenía buena voz, que leía muy
bien sus poemas. Le pidió que siguiera haciéndolo. Zelter tomaba aquel cuaderno
rojo, en que el mismo poeta había pasado a limpio su obra, y se sumergía una
vez más en sus cantos:
Para ti es fácil, pensé entonces: por compañía
te dio un dios la gracia del
momento,
y todos, en tu dulce
compañía, se sienten
prestamente favoritos de la
fortuna;
me horroriza la sospecha de
alejarme de ti,
¡de qué me sirve aprender
tanta ciencia!
Un día, incomprensiblemente, Goethe dejó
de estar enfermo. Algo emergió de lo más hondo de sí mismo y curó la herida.
Donde el fuego parecía definitivamente apagado, unas ascuas se movieron y
encendieron de nuevo su existencia. Goethe se puso en pie y se dispuso a
completar su obra. Escribiría aún una nueva novela de su personaje Wilhelm
Meister, así como la segunda parte de “Fausto”. Más de ocho años de vida fértil
tuvo por delante quien un día, postrado en su cama, parecía dispuesto a dejar toda
esperanza, hasta que se escuchó a sí mismo en la voz de un amigo .
Que
ningún remedio le ayude -explicó en
aquellos días Zelter-.Que sea el propio
dolor lo que le fortalezca y sane. ¡Y así fue, así es como ha sucedido!
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Pero, ¿quién fue Zelter? De las biografías
que he consultado, sólo una le da un cierto protagonismo en torno a los hechos
que rodearon la creación de la “Elegía de Marienbad”: la de Stefan Zweig en
“Momentos estelares de la humanidad”. Sin embargo, quise saber más de lo que en
aquel gran texto se decía sobre quien interpretó el papel de sanador
- quizá algo involuntario- de
aquel genio hundido.
Carl Friedrich Zelter ofrecía un perfil
biográfico insuperable. Fue albañil y músico. Maestro albañil y maestro de
músicos como, por ejemplo, de Mendelssohn. Enfocó definitivamente su vida hacia
el pentagrama y compuso conciertos, sinfonías, obras corales, música de iglesia
y canciones. De éstas, algunas sobre poemas de Goethe. No se habían visto
nunca, pero cuando Goethe oyó dos de ellas, quiso conocer al músico. Fue en
1799 y la amistad nacida entonces se mantuvo siempre viva. Su correspondencia
alcanzó la cifra de 871 cartas. Otros músicos habían compuesto sobre textos de
Goethe, y no precisamente principiantes: Schubert, Beethoven… Nada convenció
tanto a Goethe como las composiciones del que sería su amigo. El poeta no quería excesos
sonoros. Zelter decía “buscar la melodía que el poeta se representó al escribir
los versos”. Dio con ella repetidas veces.
Iluminemos un poco más la figura de
este hombre en aquellos días de la enfermedad del autor de la "Elegía de Marienbad". Está dirigiendo en
Berlín el Real Instituto de Música Sacra cuando alguien le escribe y le explica
la extrema debilidad en que se halla el poeta. Aplaza sus obligaciones y viaja
a Weimar. Llega a la casa de Goethe. Nadie sale a recibirle. Él mismo abre la
puerta y va penetrando en aquel hogar demasiado solitario. Habla con el hijo,
August, que le advierte de la gravedad y de su impotencia ante la situación. Su
esposa, Otilia, está de viaje por causas familiares. Probablemente Zelter pronto comprende
que Goethe no está recibiendo el afecto que necesita. Su visita no va a ser
breve. Se quedará junto al amigo. Le
hablará, le escuchará, tocará el piano…y le leerá los versos cuyo origen era el
mismo que el de su derrota. Cuando Goethe volvió a la vida, él subió a su silla
de posta y regresó a Berlín.
No quisiera acabar este recorte biográfico
simplemente alabando el gesto de amistad de un hombre hacia otro. No faltaría a la verdad si lo hiciera, pero me
parece que Zelter lo vivió con mucha naturalidad, como algo evidente y
necesario, sin etiqueta ninguna de gran acción salvadora. Tampoco querría
cerrarlo dando relevancia al hecho notable de que Zelter falleciera el mismo año que Goethe, sólo dos
meses después. No sabría ahora qué hacer con este dato.
Creo, eso sí, que esta historia culmina
con un gesto que valdría la pena subrayar, ni que sea tenuemente. El gesto de
regalar tiempo, con discreción, a alguien muy estimado. De hecho, Zelter tan sólo
se sentó al lado del amigo enfermo. Sin prisas y con paciencia. Una paciencia
que tal vez había aprendido ya a los 14 años cuando, iniciándose en la albañilería,
descubrió que un gran muro se levanta poco a poco, y hasta una casa entera
puede erigirse con perseverancia.
Lo importante acabó siendo que Zelter
pasó muchas horas sentado junto a la
cama de Goethe. Por eso ocurrió que un día tomó el cuaderno rojo de la “Elegía
de Marienbad” y empezó a leer.