Que
el olivo es seña de identidad de Andalucía, nadie podría dudarlo. Sin embargo,
la importancia de la agricultura no ha de esconder que parte de su historia ha
estado también ligada a las minas.
Es el caso emblemático de la provincia de
Jaén. Pese a ser la mayor productora de aceite del mundo, y disponer de más de
medio millón de hectáreas de suelo cultivado, y pese a haber sido así
inmortalizada por el verso de Miguel Hernández : “Andaluces de Jaén/aceituneros
altivos”, muchos jiennenses han
subsistido hundiéndose en lo profundo de la tierra hasta encontrar sus
limitados, pero necesarios, frutos, de sabor bien distinto a la aceituna.
Hierro, cobre, plomo, incluso algo de plata, era lo que con tanto riesgo
recogían mientras otros andaluces
sobrevivían vareando los olivos.
Incluso algunos pueblos fueron modelados
para este exclusivo fin. Compañías inglesas, propietarias en el siglo XIX y
parte del XX de algunas minas, diseñaban pueblos con viviendas distintas, según
el nivel y la situación social de los empleados. Viviendas para solteros, otras
para obreros casados, otras para capataces, y algunas más lujosas para
directivos e ingenieros. A ello se añadían los servicios comunitarios, como el
hospital, el mercado, la farmacia, el economato, la iglesia, un cine, un
cuartel de la Guardia Civil y, por supuesto, un casino, entendido como un lugar
de encuentro para hombres, donde beber, charlar o discutir y jugar a las cartas
o al dominó.
La historia que voy a contar ocurrió en
un pueblo así y en una casa para obreros casados, hace ochenta años. Sólo nos
falta un elemento más del lugar, que aquí va a cobrar un gran protagonismo: el
cable aéreo. Se trataba de un medio de transporte desde la mina hasta los
enclaves ferroviarios, que a la vuelta era aprovechado para llevar al pueblo
carbón, madera y otros materiales para la mina. Creados a principios del siglo
XX, estos cables aéreos salvaban grandes distancias (hasta 12 kilómetros),
desde importantes alturas, con un paso no tan lento (2’5 metros por segundo) y,
desde luego, no tan seguro.
Él se llamaba
Antonio. Su esposa, María. Tenían ya un hijo y una hija, y cuando se inicia esta
historia, estaban esperando el tercero, que sería una niña. Antonio trabajaba
para la mina, pero no de minero. Era administrativo y ocupaba con su familia
una de aquellas viviendas para obreros casados, propiedad de la empresa de la
mina, a que antes me refería. A veces tenía que desplazarse para llevar
documentos de un sitio a otro. De ahí vendrá todo.
No sé si en la
legislación de aquella época era legal que los empleados se subieran a las
vagonetas que transportaban por las alturas el plomo extraído en la mina. Ni
cuántas veces esto se hacía. Al menos en una ocasión sí ocurrió. Iba Antonio
con dos compañeros más rodando por el cable aéreo cuando se produjo el
accidente. El cable se rompió. Dos de los trabajadores murieron. El tercero,
Antonio, quedó seriamente herido. Su existencia, y la de su familia, cambió
para siempre desde aquel día. Antonio salvó la vida pero no la salud. Al
parecer, una astilla de sus costillas le perforó el pulmón y le hundió en una enfermedad permanente. Apenas salía. Se fatigaba mucho por poco que anduviera.
Guardaba cama con frecuencia.
En ese tiempo
nació la hija que estaba en camino antes del accidente. Creció viendo como algo
natural que el padre siempre estuviera en casa. Cuando le llegó el tiempo de
andar, era precisamente con su padre con quien caminaba. Ambos tenían el paso
lento y el trayecto breve, aunque por razones bien distintas. Pero la niña se
acostumbró a la mano del padre. Así fueron sus primeros pasos y sus primeros
recuerdos. Mientras, la mina seguía siendo la razón de ser de aquel pueblo. Algunos
de sus trabajadores visitaban con regularidad a Antonio.
Uno de sus mejores amigos era Gregorio.
Era más que amigo, casi hermano. Sus visitas eran frecuentes. Quizá por eso
resultó tan difícil engañar a Antonio. Y fue que un día Gregorio murió
inesperadamente. Decidieron no decírselo, pues en aquella misma época la salud
de Antonio había empeorado. Pero, ¡ay!, la iglesia del pueblo no podía ser
discreta y su campanario, como siempre hacía, redobló para anunciar un funeral.
Antonio llamó a su mujer, inquieto.
—
María,
¿qué pasa? ¿Por quién doblan las
campanas?
—
Es
por la señora Vicenta, ya sabes, aquella mujer tan mayor.
La excusa que la esposa había urdido era
fácil de sostener, pues
Antonio
no tenía fuerzas para salir de casa en aquellos días. Al principio pareció que la cosa había
funcionado, pero pasaban los días y Gregorio no visitaba a su amigo como era
costumbre. Cuando Antonio preguntaba por su amigo, se inventaban más pretextos,
y es que Antonio estaba peor y nadie sabía cómo podría afectarle una noticia
como aquélla, que cada vez era más difícil de dar. Al cabo de unos días de la
muerte de Gregorio, ya no hizo falta seguir inventando mentiras piadosas.
Antonio llamó a su mujer al dormitorio
y le habló serenamente, con una extraña
seguridad.
—
¿Por
qué me habéis engañado?
—
¿Engañado?
¿De qué hablas?
—
Mi
amigo Gregorio ha muerto y no me habéis dicho nada.
María, sin tiempo para pensar, aún quiso
mantener su insensata
versión
de los hechos.
—
¡Que
no, que no se ha muerto! Mira, si quieres voy a buscarlo. No
sé
si ahora lo encontraré, pero yo voy a buscarlo.
—
Sí
que ha muerto. Y ahora está en la ventana. Cuando cerréis la
la
luz, podrá entrar. Mi amigo ha venido a por mí.
—
¿Cómo
me dices esas cosas? – la mujer lloraba desesperada.
—
Es
que estoy muy mal, María. Anda, escúchame lo que te voy a
decir.
– Antonio parecía tenerlo todo tan claro-. Haz la cena. Luego que vengan a
darme un beso los niños y te los llevas a la casa de la vecina.
Todo se acabó haciendo como él decía.
Al fin, Antonio y María se quedaron solos.
—
Ahora
ponme un cojín debajo de la cabeza y apaga la bombilla,
que
con esta luz mi amigo no puede entrar .Y enseguida nos iremos los dos.
María le besó, cerró la luz y, al poco,
Antonio expiró.
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Una mujer viuda con tres hijos, en un
pueblo minero, año 1923. Para
adjudicarle una pensión, la empresa exigió la realización de la
autopsia. María se negó rotundamente: “Después de lo que ha sufrido”. Sólo le dieron seis meses de paga y tuvo,
además, que abandonar la casa, que era propiedad de la empresa minera. En el
camino hacia una nueva vida, parece ser que María le pidió alguna señal a su
marido. Según cuentan, le llegó.
He estado hablando con aquella niña de
apenas tres años que iba siempre de la mano de su padre enfermo. Ochenta años
después, ha dejado en mis manos su memoria viva de cuanto ocurrió en aquellos
días y en aquella noche en que el padre
pidió que apagaran la luz.
El olvido lo va a tener un poco más
difícil para borrar la historia de esta última visita del amigo. Una visita
para atravesar juntos ese muro que se nos aparece al final del camino de
alguien querido, y en el que nuestras miradas, en la hora de la despedida,
suelen rendirse impotentes. Como si creyéramos que es el fin del mundo.