Nada
más conectar los auriculares en el AVE, Claudio se encontró con el “Hallelujah”
de Leonard Cohen en la buenísima versión de Rufus Wainwright. Cerró las
ventanas de su mundo y no le faltó nada. Hasta que un pensamiento interrumpió el
hechizo. ¿Le habría gustado aquella música a Antonio?
Este fue el único tema en el que no
había manera de que se entendieran. De Bach, Claudio sólo reconocía los
Conciertos de Brandenburgo, pero jamás había escuchado una misa. Y de la altura
misteriosa de “La flauta mágica”, sólo había retenido las gracias del tal
Papageno. Otros conciertos de Mozart le parecían bien, pero en dosis ajustadas.
Sin embargo, mucho peor era la resistencia musical de Antonio. La llamada
música pop simplemente no existía. Y el rock, colado furtivamente en su casa
por alguno de sus hijos, sólo tenía una virtud: enmudecer a la cuarta nota. Con
lo listo que era para tantas cosas y jamás consiguió Claudio que su amigo repitiera
aceptablemente el nombre de Bruce Springsteen .
Sin embargo, en los últimos meses de
Antonio, hubo en esto, como en tantas otras cosas, algunos cambios. Cuando la
geografía de sus desplazamientos se redujo de la gran ciudad a su pueblo de
residencia, y de ahí pronto sólo a su casa, para acabar instalado en su
habitación, Antonio comenzó a oír la radio por las noches, y comenzó a renovar un
poco las partituras de su banda sonora. Alguna fusión de flamenco y pop le
llegó al alma.
Hubo un tiempo en que los diez años que
Antonio le llevaba a Claudio eran muchos, pero cada vez fueron menos, y
llegaron a hablar de casi todo, de filosofía, de psicología, de poesía, de
cine, de sexo, de espiritualidad, y hubo también confidencias por ambas partes.
Si se hubiera medido el tiempo de posesión de la palabra a lo largo de aquella
amistad, tal vez hubiera dado sobre un 70% para Antonio. Pero Claudio estaba
acostumbrado a escucharle, no en vano había sido su alumno, y en varias
ocasiones fue él quien tomó la iniciativa y le descubrió algún libro que acabó
siendo muy importante para el amigo. Esto y que cuando Antonio escuchaba emitía
una enorme sensación de presencia contribuyeron a una comunicación equilibrada,
sin altibajos, que con los años se fortaleció.
A lo largo de aquellos treinta años de
relación, la vida había zarandeado con bastante fuerza a Claudio tres o cuatro veces.
Antonio estuvo siempre cerca. Hubiera querido ahorrarle el dolor, pero no
podía; así se lo dijo. Además, secretamente pensaba que aquellas amarguras iban
a desaparecer pronto para dejar paso a un Claudio mejor. Encontrar, a través
del dolor, la íntima esencia de lo real: la ternura. Ese había sido otro de sus
descubrimientos. No hablaba en vano. Cuando Antonio intervino en el funeral de
su primera esposa, dijo que ella, en aquel momento, era como un tarro de
perfume que se había roto. La intensidad de su olor se iba a notar como nunca.
Y así ocurrió. Aquel día Antonio llevaba una camisa que Claudio le había
prestado el día anterior, cuando compartieron algunas palabras y bastantes
silencios.
Antonio Marsal trabajaba para
editoriales y era así como entraba alguna cantidad de dinero en su casa.
Después escribía sus propios ensayos para los que no había editoriales. El
dinero era para él algo imprevisible. No llegaba con regularidad, pero cuando
hacía mucha falta, aparecía. Y entonces solía compartirlo. Una de aquellas
ocasiones en que cobró unos atrasos, antes de tener familia, invitó a Claudio a
cenar en un típico restaurante de pescado junto a la playa. Aprender a
celebrar, esa era una de sus claves. Celebrar lo excepcional y lo habitual. El
pago de un trabajo y la existencia de un amigo. Después del rape con almejas,
caminaron por la arena. Había un zapatito de niño perdido en un rincón. Antonio
lo encontró e intuyó que tenía algún sentido, como tantas veces hacía con los
hechos azarosos. A los pocos días supo que estaba en camino su primera hija, de
la que Claudio acabó siendo el padrino y, en su niñez, el rey Melchor.
Un día, ante su familia al completo y
sin que viniera a cuento, Antonio había dicho que si se moría, no pasaba nada.
Otro día, esta vez con Claudio delante, afirmó que iba a ser un autor
póstumo. Decía que perder el miedo a la
muerte hacía perder el miedo a vivir. Claudio escuchaba con un poco de miedo a
una cosa y a otra. Y muchas veces recordó una anécdota de Goethe que Antonio,
después de acabar una biografía sobre el grande de las letras alemanas, le
había contado. Cuando Goethe quería comunicarse con algún amigo fallecido,
ponía frente a él una silla vacía y le hablaba.
Ellos dos pasaron muchas horas frente a
frente en conversación, aunque Claudio, a menudo, se dedicara sobre todo a
tomar apuntes mentalmente. Antonio era
un filósofo sin filosofía concreta. Era un teólogo apartado de la orden
religiosa que había profesado. Era un poeta que no escribía versos. Y un hombre
de espiritualidad que sabía que todos
los caminos, en el mejor de los casos, eran solo inspiración para el camino de cada
uno. Había que tratar las palabras con mucho cuidado. Con Rilke, amigo íntimo de Antonio, decía sobre Dios que
: “Sólo sé que me elevo desde un calor que es suyo”. Claudio atendía.
Cuando Antonio tuvo que admitir el
diagnóstico como nuevo habitante de su vida, Claudio le visitaba una tarde por
semana. Siempre su amigo había comido más por ilusión que por pasión. Y en
aquellos tiempos lo de comer iba de capa
caída. Por eso en sus visitas le llevaba dos pequeños manjares que le
deleitaban: galletas de arroz y una leche con vainilla, que se bebía como si
fuera horchata. Le sabían a gloria. Cuando Claudio le veía disfrutar la
golosina, en su uniforme de pijama y bata, pensaba a veces que igual iba a ser
verdad lo de escritor póstumo. Antonio Marsal había encargado a una imprenta unas ediciones
reducidas para sus amigos de lo mejor que había escrito. Las gestiones
editoriales no habían ido bien. Quizá un día, más tarde, irían mejor. Si
entonces alguien le preguntaba qué relación había tenido con el autor, él
podría contestar: “Yo era el que le llevaba la merienda”.
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Se
dio de verdad cuenta de que ya no estaba seis meses después. Había descubierto un
libro de un autor que escribía cosas así:
Dios
mío, ¿por qué habéis inventado la muerte?,¿por qué habéis permitido que venga una cosa
semejante? Es tan agradable la vida en la tierra, vuestro paraíso tendrá que
ser deslumbrante para que la ausencia de esta vida terrenal no se haga sentir
en él, necesitaréis ingenio para darme una alegría tan pura como la del aire
fresco de una mañana de abril, sí, necesitaréis mucho talento y por
consiguiente amor para que no llegue a vuestro paraíso ninguna nostalgia de
esta vida, herida, pequeña, muda.
Era de un tal Christian Bobin y Claudio comprendió amargamente que no podría
regalárselo a Antonio. Estaba seguro de que lo habría disfrutado más que él
mismo. Cuando releyó ese casi lamento por tener que habitar el paraíso de los
muertos, empezó a preguntarse cómo estaría entonces Antonio, al otro lado de la
línea tras la que había desaparecido. ¿Sereno? ¿Maravillado? ¿Enmudecido? ¿Preocupado
por la desconexión con sus hijos, con su mujer? Las preguntas se iban poniendo
en fila: ¿Se entera de algo de lo que aquí nos pasa? ¿Con quién se ha
encontrado? ¿Con la esposa que se le murió? ¿Con Goethe? ¿Hay libros allí? ¿Hay
bancos para leer? ¿Hay cuerpo para sentarse? ¿Se duerme? ¿Suena Bach si alguien
lo pide? Bruce Springsteen, seguro que no. ¿O sí? Claudio no sabía nada de nada
del otro lado. Sólo una certidumbre, que era casi certeza, y sus motivos tenía,
de que Antonio Marsal estaba de alguna manera inimaginable en algún lugar
impensable. Lo que no era poco saber. Pero el silencio entre los dos se hacía
cada día más espeso.
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Yo
también había sido alumno de Antonio Marsal y tuve algún trato posterior con
él, pero mi relación con Claudio venía de más lejos y se había mantenido
siempre muy estrecha. Como él sabía que
andaba yo recogiendo historias de momentos excepcionales en la conciencia
humana, quiso aportarme lo que le ocurrió con Antonio cuando ya nadie podía
visitarle, y cuando la ausencia, a medida que pasaban los meses y los años, se
hacía cada vez mayor. Éste fue el texto que me envió.
Siempre hablamos
del dolor de la pérdida, del duelo por los que se nos han ido, del vacío que
nos han dejado, pero también el poeta dijo:“¡qué solos se quedan los muertos!”, y quizá valdría la pena hacerle un
poco más de caso. Si creemos que la muerte mata, podemos mantener un recuerdo
en el corazón, por supuesto, pero es tan fuerte el peso de la vida de cada día,
que el olvido tiene bastante vía libre para su empeño. Pero si se siente, y se
piensa, porque son vivencias y son también hechos, aunque se los considere de valor
subjetivo, que la muerte nos envía a otro mundo, con ciertos cambios, sí, pero
sin amnesia de lo vivido aquí, entonces uno puede sentirse llamado a la
búsqueda. A la búsqueda de algún contacto. A no darle por perdido. Ese fue mi
caso con Antonio Marsal.
Durante algún tiempo pensé en sentarme frente a una silla vacía, como un Goethe más,
iniciando una conversación solemne con Antonio, pero la verdad es que lo iba
aplazando. Llámale sentido del ridículo o lo que sea, pero aquello no iba
conmigo. Tenía que haber otra manera. Tardó en llegar, pero llegó.
Surgió
por primera vez cuando yo estaba pasando una mala temporada. Tú sabes a qué me refiero y lo aturdido que me quedé con
aquella ruptura no deseada, después de tantos años, y cómo intenté inútilmente arreglar
algo que no entendía. Total que una noche, mientras iba conduciendo, rompí el
bloqueo. Las ventajas de ir solo en coche son bastantes, aunque ninguna para el medio ambiente, ya lo sé. Pero aislado
en tu cápsula, aferrado al volante y con la vista firme al frente, te puedes
poner a conversar con el más allá sin apenas margen mental para preguntarte qué
te crees que estás haciendo. Antonio conocía mi historia, aunque no las últimas
noticias, claro, pero de ponerle al día yo mismo me encargué. Sí, es cierto que
yo estaba muy sensible aquel día, más hablador de lo normal, un poco ausente
del mundo en aquel trayecto en coche, lo que quieras, pero en cuanto acabé las
explicaciones, sonaron en mi cabeza dos frases con una voz que no era la mía:
“Va a cambiar. Dale tiempo”. Yo sé que esas frases no las creé yo. Me
alcanzaron demasiado rápidas, no tuve tiempo ni de pensar nada entre mi
exposición del problema y lo que consideré una respuesta. Bien, el hecho cierto
es, como sabes, que al cabo de un año se cumplió la profecía y se produjo aquel
vuelco de la situación que entonces no podía ni imaginar.
Pero no quise abusar de la gracia recibida.
Comprendí que él seguía estando y eso era abundancia pura. La palabra
continuidad, continuidad en la ausencia, se me alojó en la cabeza. Pero no se
iba a manifestar en cualquier momento. Me pareció que era tiempo de esperar más
que de empeñarme en buscar.
Y
sucedió que un día me entrevisté con un editor para ofrecerle uno de los ensayos
que Antonio había hecho imprimir sólo para amigos y que apenas habían circulado entre un centenar de lectores. Es
importante hacer notar aquí que Antonio, unos años atrás, había traducido y
prologado un libro de Rilke para aquella editorial. El editor había quedado
satisfecho de aquella colaboración, pero dudaba. El nombre de Antonio Marsal no
decía casi nada en el mundo del libro y, además, él no estaba aquí para
presentar y defender su obra, pensé yo en silencio. Parecía que el editor no lo
veía claro, y yo veía claro que la entrevista se estaba acabando, cuando sonó
su teléfono. Era un amigo suyo que estaba haciendo un crucero, cosa que él
ignoraba. Primero el diálogo fue bullicioso, fraternal, divertido, pero en un
momento dado al editor le cambió la
cara, se dedicó sólo a escuchar y de vez en cuando me dedicaba alguna mirada cuyo sentido yo no lograba descifrar. Al
colgar me anunció que iba a editar el libro. ¿Sabes lo que había pasado? Pues
que el amigo que estaba de crucero había encontrado en la pequeña biblioteca del
barco un ejemplar de los libros de su editorial y éste era, precisamente, el de
Rilke, que había traducido y prologado Antonio. Al amigo turista le había sorprendido tanto encontrar un ensayo
de los que él editaba en un lugar donde básicamente se jugaba, se tomaba el
sol, se comía a todas horas y se bailaba la conga al anochecer, que había
decidido llamarle. Yo no sé quién, ni cómo, movió no sé qué hilos para que las
cosas sucedieran con aquella precisión y se pudiera editar uno de los libros
que Antonio nos había dejado a los amigos como en custodia. Pero la sensación
de que algo se movía en aquel mundo desconocido al que yo no pertenecía, pero
Antonio sí, fue indiscutible. Y otra profecía de Antonio se cumplía: iba a ser
un autor póstumo.
Yo,
por supuesto, deseaba que se produjeran aquellas señales pero, como te dije antes, me limitaba a
esperar que la chispa se encendiera por sí sola. Así fue como ocurrió de nuevo con
un asunto de mi trabajo. Hace un año, más o menos, yo publicaba entrevistas de
tipo cultural en una revista. Era el año del centenario de un poeta al que
Antonio había dedicado uno de sus libros casi inéditos. Pero también había dado
una conferencia sobre él unos diez años antes, donde había conocido al hijo del
poeta. Era a éste a quien yo me dirigía a entrevistar, pues se había encargado
de ordenar y reeditar el legado de su padre. Vivía en otra capital y había
concertado por teléfono la cita con él. Cuando enfilé la autopista, de nuevo dentro
de la nave que una vez ya me había teletransportado a otros mundos, sentí una
fuerte presencia de Antonio. Era natural, iba a ver al hijo de un poeta por el
que sintió devoción y al que consagró años de lecturas, reflexiones y
escritura. Así que me salió de la manera más natural hablar de nuevo con él,
explicarle lo que iba a hacer y, ya en uno de mis mejores niveles de buen
humor, invitarle a que viniera conmigo a la entrevista. “Pero si vienes –añadí-,
abróchate el cinturón.” La réplica fue instantánea: “Sí, más vale que me lo
ponga, no me vaya a matar.”
Ya
sé que la mente humana es muy compleja, muy rápida de conexiones y que puede
parecer que me estaba autoengañando. Pero espera a que acabe la historia. La
entrevista fue bien, una conversación fluida, interesante, amable. Tanto que al
final el hombre quiso anotarme el teléfono del director de una revista, amigo
suyo, donde pensaba que podía ofrecer otras colaboraciones mías. Para ello
alargó la mano a un montón de papelitos, restos de folletos o lo que fuera, que
él mismo había recortado y que guardaba para tomar pequeñas notas, en un
ejercicio admirable de ahorro de papel. Cuando ya en el coche di la vuelta al
papelito, descubrí que pertenecía al programa de mano de la conferencia que
Antonio había dado sobre su padre. ¡De todos los papeles reciclables del mundo,
me había tocado aquél precisamente y en aquel día! Sí, así fueron las cosas, con
esa carga simbólica que me hizo enmudecer todo el viaje de vuelta. Habíamos ido
juntos a la entrevista y ahora regresábamos juntos. Con los cinturones de
seguridad bien ajustados, por supuesto.
No
fui el único que tuvo alguna señal de Antonio, también quiero que lo sepas.
Como tampoco fue la primera vez que me había pasado algo parecido. Había tenido
algún sueño muy revelador y alguna coincidencia fuerte con otra persona que
había fallecido bastantes años antes. Pero en el caso de Antonio la línea que
separa nuestro mundo y el de quienes nos desaparecen se había cruzado más veces
y de maneras distintas. No fue menor el
impacto que tuvo para mí lo del médico de la última etapa de mi hermano mayor. Cuando
tuvimos que aceptar en la familia que su enfermedad había rebrotado y que eso
significaba, según todos los médicos, empezar la cuenta atrás, me di cuenta de
que pronto ya no podría hacer nada por él, lo que entonces me desesperó. Se lo
expliqué a Antonio, sí, y le pedí que, si le era posible, recibiera a mi
hermano cuando dejáramos de tenerlo. No
me pareció que hubiera ninguna respuesta. Pero a los pocos días conocimos al
médico de paliativos que nos asignaron. Cómo no pensar que esta vida que
conocemos es tan solo una parte de lo que nos ha sido dado, cuando el médico al
presentarse nos dijo que se llamaba Antonio Marsal.
No
siempre las cosas suceden de forma parecida, bien lo sé. No siempre tenemos
tantas oportunidades de afirmar que el fin no es el fin. ¿Por qué? Lo ignoro.
¿Por qué no todos llegan a donde llegan como Antonio, y seguramente como otros,
tan dispuestos a comunicarse? ¿Por qué no todo el mundo aquí logra sintonizar
con esa forma de decirnos “sigo estando y tú también seguirás estando un día”?
¿Hay quien una vez al otro lado necesita el olvido de este mundo? ¿Hay en este
mundo quien es mejor que olvide y no piense en todo esto? No sé prácticamente
nada.
Un
fin de semana estaba en un paraje un poco especial con mi esposa. Un hotel muy
moderno construido junto a un monasterio medieval. El verde lo cercaba todo en
aquellos días de abril. La mañana de la
partida salí a dar una vuelta mientras ella hacía su maleta. Un riachuelo
cruzaba feliz aquel lugar de contrastes. Me acodé en el pequeño puente de
madera y contemplé ensimismado la vitalidad rumorosa de sus aguas. Sin motivo
aparente pensé en Antonio.“ No te preocupes. Nos encontraremos”. Esa fue la última vez que
supe de él. Creo que por ahora no puedo explicarte más.
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He
vuelto a leer esta historia de amistad
más allá de la línea que marca la ausencia. No eran un secreto estos
hechos, pero tampoco Claudio los contaba fácilmente. Mi avión ya lleva media
hora de vuelo y me conviene distraerme con lo que sea, pues soy de los que
sigue pensando que esto de aguantarse en el aire es más casualidad que
seguridad. Había destinado este trayecto a ver cómo acabar esta historia, pero
no encuentro la manera. Recuerdo un escrito de Antonio Marsal que una vez me
dio a leer Claudio. Decía que cuando Colón descubrió América, toda Europa la
descubrió. Interpreté que cuando alguien, más adelantado que la mayoría, vive
un gran descubrimiento para la conciencia humana, aun por caminos que no están
del todo explicados, todos los demás estamos mucho más cerca de llegar un día a
experimentar lo mismo. ¿Acabo así esta historia?
Dejo de escribir y sustituyo la pluma por
un pequeño artefacto que me ha regalado mi sobrino. Creo que le llama i-pod. Sé
que está lleno de canciones que él me ha preparado. De los años 80 y 90, las
que me gustan a mí, porque me lo dio para mi cumpleaños, que fue hace un par de
días. Echo un vistazo a la lista de músicos y me detengo en “Los Secretos”, que
están muy arriba en mi lista de favoritos. Imagino la canción que me ha bajado.
Este sobrino me conoce bien y además nos ha salido bastante listo. Pulso la
tecla. El sonido es limpio, se aloja en mi pecho y ahora viajo entre sus
versos. Sé que alguien muy parecido a mí sigue un poco inquieto en un avión que
pronto le dejará en el bendito suelo. Pero yo estoy ahora con “Los Secretos”:
He muerto y he resucitado.
Con mis
cenizas un árbol he plantado.
Su fruto
ha dado
y desde
hoy algo ha empezado.
Acaba la canción y sigo sin encontrar el final de la historia.