Lola Hurtado. Óleo.


domingo, 22 de abril de 2012

Leyendo a Goethe la “Elegía de Marienbad”



Es difícil acercarse a Goethe sin sentir una cierta pequeñez. Quien es considerado no sólo como un autor clásico de la literatura universal, sino como primer representante de las letras alemanas, leyó, escribió, investigó y vivió lo que muchas personas juntas jamás alcanzarían.

         Poeta, novelista y autor teatral, estudió y también publicó sobre Anatomía, Botánica, Mineralogía y Geología. Su “Teoría de los colores” es uno de los libros más citados, aunque controvertidos, dentro de su producción  no literaria. Pero hay más. Como hombre de confianza del Gran Duque de Weimar, Carlos Augusto, desarrolló en aquel ducado una tarea política de primera fila. Escribió también  una obra autobiográfica (“Poesía y verdad”) y mantuvo frecuentes charlas con su fiel Eckermann, lo que llevó a que en sus “Obras completas” aparezca un título decisivo: “Conversaciones con Eckermann”. Si de otro gigante de la literatura europea, Shakespeare, conocemos bien su amplísima obra, pero mucho menos su biografía, de Goethe lo conocemos todo: su inmensa obra y su larga vida, cuyo inicio tuvo lugar en Frankfurt, el 28 de agosto de 1749, y acabó el 22 de marzo de 1832, en su casa de Weimar. Nietzsche dijo de él: “Goethe es el último alemán por el que yo siento respeto”.

                                     

         Por lo tanto, hay que escoger algún camino de los muchos que se ofrecen al visitante cuando se llega al mundo de Goethe, y el que marca el título de este escrito precisa como guía una mano de mujer. Es, probablemente, una buena manera de  acercarnos a quien quiso dar punto final a su obra más universal, “Fausto”, con estas palabras:

El eterno femenino nos impulsa hacia arriba.

 No se puede  hablar así sin haber celebrado, y sufrido, largamente el amor a la mujer, ni sin haber sido transformado por su misteriosa fuerza. Los amores de Goethe nos son bien conocidos, desde su juventud hasta los inicios de su ancianidad. Aquí sólo apuntaré cuatro nombres. Tres damas, de relevancia muy distinta en su “impulso hacia arriba”, y un sueño, aunque muy real, que a punto estuvo de hundirle.

         En 1772 conoció a la prometida de un amigo, Charlotte Buff, de la que se enamoró. Ella acabó casándose con su novio. Dos años más tarde, aparecía su obra más romántica y la de mayor éxito popular, “Las penas del joven Werther”. La amada del protagonista, no por casualidad, se llamaba Lotte. Werther la describe cortando rebanadas de pan para sus hermanos. Ésta fue también la primera imagen que tuvo Goethe de Charlotte Buff, quien tenía que cuidar de sus hermanos pequeños, huérfanos de madre.
        
         Carlota von Stein apareció en su vida en 1775. Tenía ya entonces siete hijos de un matrimonio infeliz. Goethe le llegó a escribir 1700 cartas y notas. Las de ella se han perdido en su casi totalidad. Para algunos biógrafos, fue una relación platónica. No para todos. En la gran influencia recíproca hay total coincidencia. Siete años mayor que él, murió cinco años antes. Sus respectivas casas en Weimar estaban muy cerca. Por tal motivo, y para ahorrarle una última tristeza, ella dejó escrito en su testamento que su cortejo fúnebre no pasara por delante de la mansión de Goethe.

         Christiane Vulpius fue probablemente la mujer más inesperada en el corazón del poeta. Corría el año 1788 y Goethe hacía poco que había regresado a Weimar tras un viaje de dos años por Italia. Estando un día en un parque del ducado, donde  era una figura conocida e influyente, se le acercó una joven que trabajaba en un taller de confección de flores para vestidos y cortinajes, y le suplicó que diera trabajo a un hermano suyo, que vivía en la mayor pobreza. Era una muchacha sencilla, alegre, amante del baile, con muy pocos estudios, huérfana de padre, habitante de un mundo desde el que la aristocracia del dinero y la cultura se veían muy lejanos. Goethe quedó prendado y pronto iniciaron una relación sin trabas, a la que aludió con estas palabras:

         Múltiples efectos causan las flechas del amor: unas rasguñan, y su lento veneno enferma largo tiempo el corazón. Pero otras penetran en la médula, inflaman la sangre, y a la mirada –como en aquellos tiempos en que dioses y diosas se amaban- sigue el deseo, sigue deleite al deseo.

                                     
         Pese a la inicial discreción, se acabó sabiendo en Weimar que Goethe vivía con una mujer con la que no estaba casado. No le importaron los juicios, los comentarios ni el escándalo. Se encerró en su casa con ella y continuó su obra literaria y sus investigaciones sobre los colores, la luz, las plantas... En sus versos respondió al vacío con que casi todo Weimar le pagó por su insolencia de vivir fuera del matrimonio, y con una mujer alejada de su condición social:

         Ahora tardaréis en descubrir el refugio que Amor, con regia protección, me ha dado. Aquí me cubre con sus alas; la amada no teme las airadas maledicencias.

         Sin embargo, un día Goethe decidió proponerle matrimonio. En cierto sentido, había descubierto más hondamente quién era su amada Christiane. La causa es bien conocida.

Era el año 1806. Las tropas de Napoleón ya habían llegado victoriosas al centro de Alemania. En octubre los ejércitos prusianos, y con ellos el Gran Duque de Weimar, son derrotados en Jena. Weimar es conquistada por los franceses el 14 de octubre. La misma noche, la gran casa de Goethe se llenó de algunos ciudadanos del ducado en busca de refugio, y de soldados franceses. Dos de éstos acabaron borrachos y, con las armas en la mano, subieron a su dormitorio en actitud violenta. Él fue sorprendido por la irrupción, pero Christiane, que había seguido a los soldados, se interpuso, les echó de la habitación y bloqueó la puerta. Pocos días después se casaron y en los anillos Goethe hizo grabar la fecha del incidente, transformada ya en recuerdo de un gran acto de amor.
  
Tendrían cinco hijos, pero sólo uno sobreviviría: August, quien acabaría haciéndole abuelo de tres nietos, frutos de su matrimonio con Otilia, en cuyos brazos precisamente moriría Goethe, un día de marzo de 1832. Sin embargo, su querida Christiane le había precedido bastante antes, en junio de 1816. Su dolor quedó así escrito:

         A mi alrededor, el silencio de la muerte y el vacío.

         Nuestro recorrido -incompleto- por la pasión amorosa del sabio de Weimar está llegando a su fin, mas un acto decisivo aún ha de tener lugar. El que llevó a Goethe a escribir una de sus obras poéticas más celebradas: “Elegía de Marienbad”.Y el que le tuvo a punto de ser abatido por el eterno femenino.

         1823. Era el tercer año consecutivo que Goethe pasaba el verano en el balneario de Marienbad. Algo nuevo le estaba sucediendo. Se lo explicaba en una carta a su gran amigo, y músico, Zelter, que pronto cobrará protagonismo en esta historia:

          Esta temporada en Marienbad, que tan corta se me ha hecho, me he sentido alegre, y como si hubiera vuelto a la vida.

         Y aludía a la importancia que la música estaba volviendo a tener en su alegría, tras dos años desconectado de ella. En Marienbad había conciertos, bailes, jolgorio, charlas, bullicio…y una joven, llamada Ulrike von Levetzov. Ella, su hermana y su madre, a quien Goethe conocía de mucho tiempo atrás, eran compañía habitual del poeta y causa de aquel “volver a la vida”. Pero el sentimiento íntimo de Goethe se desbocó:

¡Si alguna vez amor entusiasmó a un amante,
                   ello ocurrió conmigo del modo más hermoso!
(Elegía de Marienbad)

         Acabado el veraneo en Marienbad, madre e hijas regresan a Karlsbad. Goethe las sigue y se aloja junto a ellas. Prosigue sus encuentros, las conversaciones, y su pasión por Ulrike cada día crece más. Hasta el punto de que propondrá al Duque de Weimar, su amigo de tanto tiempo, que hable con la madre de Ulrike para pedirle su mano. Era un hombre de 74 años. Ella, una muchacha de 17. La petición desconcertó a la familia. La madre llegó a preguntar a su hija si ella deseaba ese matrimonio. La hija preguntó a la madre si ella quería que se casase con aquel gran hombre. Todas respetaban a Goethe. Y le querían. Pero nadie le veía como esposo de Ulrike. Ella sólo sentía el afecto que se puede sentir por un padre.

                                         
La respuesta a la petición de mano fue negativa, aunque delicada en la forma. Había que evitar herir a Goethe. Él aún permaneció en Karlsbad desde el 25 de agosto hasta el 5 de setiembre. Nada más se dijo sobre aquella pretensión. Coincidieron aquellos últimos días con el aniversario de Goethe. Y se celebró. Y Ulrike y su hermana le regalaron un vaso con sus nombres grabados, vaso que él conservaría hasta su muerte en su mesa de trabajo. Y hubo música, y flores, y pastel de cumpleaños, y unas botellas de su vino preferido. La señora Levetzov quería que Goethe partiera con un buen recuerdo. Más no podía hacer. Él, por su parte, sonreía y daba las gracias por las atenciones. En su interior, el drama estaba a punto de estallar con toda su fuerza.

         El 5 de setiembre inicia el viaje de regreso a Weimar. Era un día otoñal, ventoso y frío. En la calesa le acompañan su sirviente y su secretario. Ellos serán testigos de que en aquel trayecto, sin apenas palabras, Goethe escribía y escribía.

                    ¿Qué he de esperar ahora de una nueva visión,
                   de la flor todavía cerrada el día de hoy?
                   Ante ti están abiertos Paraíso e Infierno;
                   vacilan los sentidos en mi ánimo agitado.
                   No puedes dudar ya: a la puerta del Cielo
                   ella avanza, y te quiere elevar a sus brazos.

         El poeta calificó esta “Elegía de Marienbad” de “Diario de la vida interior”, pero esta confesión intensa de su gozo y su tormento por haber descubierto de nuevo el amor y por tener que aceptar que no le sería posible vivirlo, estuvo siempre tratada con el rigor de una gran obra literaria. En su versión original se aprecian las estrofas regulares de seis versos, con sílabas contadas y rimas constantes .Y aunque en las traducciones se pierda todo ello, sí alcanzamos a captar la magnitud del sentimiento que la había inspirado:

                   Perdí mi mundo y me he perdido a mí mismo,
                   y eso que fui hasta hace poco el predilecto de los dioses;
                   quisieron ponerme a prueba , me entregaron a Pandora,
                   tan rica en bienes y más rica aún en peligros;
                   me empujaron hacia la boca generosa,
                   me separan de ella y me destruyen.

         Con la privación de aquel sueño de amor, probablemente Goethe sentía que se estaba despidiendo para siempre de la mujer. Así que, en lo más profundo del otoño de Weimar, se vino abajo. Como un Don Quijote obligado a renunciar a sus andanzas de caballero, él también enfermó, sin que se supiera exactamente de qué. Su nuera estaba de viaje, su hijo no sabía qué hacer, los médicos no encontraban remedio. Y él se extinguía. Alguien tuvo entonces la idea de informar al que en aquellos momentos era su mejor amigo: el músico Zelter, a la sazón director del Real Instituto de Música Sacra de Berlín. Zelter había iniciado una gran amistad con el poeta en 1799, a raíz de haberle dado a conocer la música que había compuesto para dos poemas suyos. Cuando llegó a la casa del amigo enfermo, pronto captó la situación, y lo dejó escrito en una carta:

         ¿Con qué me encontré? Pues con alguien que parece que no tenga más que amor en el cuerpo, todo el amor y todos los sufrimientos de la juventud.

         Y por alguna razón misteriosa, a Zelter le fue concedida la fortuna de dar con la medicina que nadie encontraba. Se quedó varias  semanas con Goethe y le leía, una y otra vez, los versos de su "Elegía de Marienbad”. Pronto debió de sentir algo el poeta. Le dijo a Zelter que tenía buena voz, que leía muy bien sus poemas. Le pidió que siguiera haciéndolo. Zelter tomaba aquel cuaderno rojo, en que el mismo poeta había pasado a limpio su obra, y se sumergía una vez más en sus cantos:

                   Para ti es fácil, pensé entonces: por compañía
                   te dio un dios la gracia del momento,
                   y todos, en tu dulce compañía, se sienten
                   prestamente favoritos de la fortuna;
                   me horroriza la sospecha de alejarme de ti,
                  ¡de qué me sirve aprender tanta ciencia!

         Un día, incomprensiblemente, Goethe dejó de estar enfermo. Algo emergió de lo más hondo de sí mismo y curó la herida. Donde el fuego parecía definitivamente apagado, unas ascuas se movieron y encendieron de nuevo su existencia. Goethe se puso en pie y se dispuso a completar su obra. Escribiría aún una nueva novela de su personaje Wilhelm Meister, así como la segunda parte de “Fausto”. Más de ocho años de vida fértil tuvo por delante quien un día, postrado en su cama, parecía dispuesto a dejar toda esperanza, hasta que se escuchó a sí mismo en la voz de un amigo .

         Que ningún remedio le ayude  -explicó en aquellos días Zelter-.Que sea el propio dolor lo que le fortalezca y sane. ¡Y así fue, así es como ha sucedido!

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         Pero, ¿quién fue Zelter? De las biografías que he consultado, sólo una le da un cierto protagonismo en torno a los hechos que rodearon la creación de la “Elegía de Marienbad”: la de Stefan Zweig en “Momentos estelares de la humanidad”. Sin embargo, quise saber más de lo que en aquel gran texto se decía sobre quien interpretó el papel  de sanador  - quizá algo involuntario-  de aquel genio hundido.

         Carl Friedrich Zelter ofrecía un perfil biográfico insuperable. Fue albañil y músico. Maestro albañil y maestro de músicos como, por ejemplo, de Mendelssohn. Enfocó definitivamente su vida hacia el pentagrama y compuso conciertos, sinfonías, obras corales, música de iglesia y canciones. De éstas, algunas sobre poemas de Goethe. No se habían visto nunca, pero cuando Goethe oyó dos de ellas, quiso conocer al músico. Fue en 1799 y la amistad nacida entonces se mantuvo siempre viva. Su correspondencia alcanzó la cifra de 871 cartas. Otros músicos habían compuesto sobre textos de Goethe, y no precisamente principiantes: Schubert, Beethoven… Nada convenció tanto a Goethe como las composiciones del que sería su amigo. El poeta no quería excesos sonoros. Zelter decía “buscar la melodía que el poeta se representó al escribir los versos”. Dio con ella repetidas veces.

                                              
         Iluminemos un poco más la figura de este hombre en aquellos días de la enfermedad del autor de la "Elegía de Marienbad". Está dirigiendo en Berlín el Real Instituto de Música Sacra cuando alguien le escribe y le explica la extrema debilidad en que se halla el poeta. Aplaza sus obligaciones y viaja a Weimar. Llega a la casa de Goethe. Nadie sale a recibirle. Él mismo abre la puerta y va penetrando en aquel hogar demasiado solitario. Habla con el hijo, August, que le advierte de la gravedad y de su impotencia ante la situación. Su esposa, Otilia, está de viaje por causas familiares. Probablemente Zelter pronto comprende que Goethe no está recibiendo el afecto que necesita. Su visita no va a ser breve. Se quedará  junto al amigo. Le hablará, le escuchará, tocará el piano…y le leerá los versos cuyo origen era el mismo que el de su derrota. Cuando Goethe volvió a la vida, él subió a su silla de posta y regresó a Berlín.

         No quisiera acabar este recorte biográfico simplemente alabando el gesto de amistad de un hombre hacia otro. No faltaría a la verdad si lo hiciera, pero me parece que Zelter lo vivió con mucha naturalidad, como algo evidente y necesario, sin etiqueta ninguna de gran acción salvadora. Tampoco querría cerrarlo dando relevancia al hecho notable de que Zelter  falleciera el mismo año que Goethe, sólo dos meses después. No sabría ahora qué hacer con este dato.

         Creo, eso sí, que esta historia culmina con un gesto que valdría la pena subrayar, ni que sea tenuemente. El gesto de regalar tiempo, con discreción, a alguien muy estimado. De hecho, Zelter tan sólo se sentó al lado del amigo enfermo. Sin prisas y con paciencia. Una paciencia que tal vez había aprendido ya a los 14 años cuando, iniciándose en la albañilería, descubrió que un gran muro se levanta poco a poco, y hasta una casa entera puede erigirse con perseverancia.

         Lo importante acabó siendo que Zelter pasó muchas horas sentado  junto a la cama de Goethe. Por eso ocurrió que un día tomó el cuaderno rojo de la “Elegía de Marienbad” y empezó a leer.