Lola Hurtado. Óleo.


jueves, 24 de enero de 2013

La línea de la ausencia



Nada más conectar los auriculares en el AVE, Claudio se encontró con el “Hallelujah” de Leonard Cohen en la buenísima versión de Rufus Wainwright. Cerró las ventanas de su mundo y no le faltó nada. Hasta que un pensamiento interrumpió el hechizo. ¿Le habría gustado aquella música a Antonio?

         Este fue el único tema en el que no había manera de que se entendieran. De Bach, Claudio sólo reconocía los Conciertos de Brandenburgo, pero jamás había escuchado una misa. Y de la altura misteriosa de “La flauta mágica”, sólo había retenido las gracias del tal Papageno. Otros conciertos de Mozart le parecían bien, pero en dosis ajustadas. Sin embargo, mucho peor era la resistencia musical de Antonio. La llamada música pop simplemente no existía. Y el rock, colado furtivamente en su casa por alguno de sus hijos, sólo tenía una virtud: enmudecer a la cuarta nota. Con lo listo que era para tantas cosas y jamás consiguió Claudio que su amigo repitiera aceptablemente el nombre de Bruce Springsteen .

         Sin embargo, en los últimos meses de Antonio, hubo en esto, como en tantas otras cosas, algunos cambios. Cuando la geografía de sus desplazamientos se redujo de la gran ciudad a su pueblo de residencia, y de ahí pronto sólo a su casa, para acabar instalado en su habitación, Antonio comenzó a oír la radio por las noches, y comenzó a renovar un poco las partituras de su banda sonora. Alguna fusión de flamenco y pop le llegó al alma.

         Hubo un tiempo en que los diez años que Antonio le llevaba a Claudio eran muchos, pero cada vez fueron menos, y llegaron a hablar de casi todo, de filosofía, de psicología, de poesía, de cine, de sexo, de espiritualidad, y hubo también confidencias por ambas partes. Si se hubiera medido el tiempo de posesión de la palabra a lo largo de aquella amistad, tal vez hubiera dado sobre un 70% para Antonio. Pero Claudio estaba acostumbrado a escucharle, no en vano había sido su alumno, y en varias ocasiones fue él quien tomó la iniciativa y le descubrió algún libro que acabó siendo muy importante para el amigo. Esto y que cuando Antonio escuchaba emitía una enorme sensación de presencia contribuyeron a una comunicación equilibrada, sin altibajos, que con los años se fortaleció.


         A lo largo de aquellos treinta años de relación, la vida había zarandeado con bastante fuerza a Claudio tres o cuatro veces. Antonio estuvo siempre cerca. Hubiera querido ahorrarle el dolor, pero no podía; así se lo dijo. Además, secretamente pensaba que aquellas amarguras iban a desaparecer pronto para dejar paso a un Claudio mejor. Encontrar, a través del dolor, la íntima esencia de lo real: la ternura. Ese había sido otro de sus descubrimientos. No hablaba en vano. Cuando Antonio intervino en el funeral de su primera esposa, dijo que ella, en aquel momento, era como un tarro de perfume que se había roto. La intensidad de su olor se iba a notar como nunca. Y así ocurrió. Aquel día Antonio llevaba una camisa que Claudio le había prestado el día anterior, cuando compartieron algunas palabras y bastantes silencios.


         Antonio Marsal trabajaba para editoriales y era así como entraba alguna cantidad de dinero en su casa. Después escribía sus propios ensayos para los que no había editoriales. El dinero era para él algo imprevisible. No llegaba con regularidad, pero cuando hacía mucha falta, aparecía. Y entonces solía compartirlo. Una de aquellas ocasiones en que cobró unos atrasos, antes de tener familia, invitó a Claudio a cenar en un típico restaurante de pescado junto a la playa. Aprender a celebrar, esa era una de sus claves. Celebrar lo excepcional y lo habitual. El pago de un trabajo y la existencia de un amigo. Después del rape con almejas, caminaron por la arena. Había un zapatito de niño perdido en un rincón. Antonio lo encontró e intuyó que tenía algún sentido, como tantas veces hacía con los hechos azarosos. A los pocos días supo que estaba en camino su primera hija, de la que Claudio acabó siendo el padrino y, en su niñez, el rey Melchor.

         Un día, ante su familia al completo y sin que viniera a cuento, Antonio había dicho que si se moría, no pasaba nada. Otro día, esta vez con Claudio delante, afirmó que iba a ser un autor póstumo.  Decía que perder el miedo a la muerte hacía perder el miedo a vivir. Claudio escuchaba con un poco de miedo a una cosa y a otra. Y muchas veces recordó una anécdota de Goethe que Antonio, después de acabar una biografía sobre el grande de las letras alemanas, le había contado. Cuando Goethe quería comunicarse con algún amigo fallecido, ponía frente a él una silla vacía y le hablaba.

         Ellos dos pasaron muchas horas frente a frente en conversación, aunque Claudio, a menudo, se dedicara sobre todo a tomar  apuntes mentalmente. Antonio era un filósofo sin filosofía concreta. Era un teólogo apartado de la orden religiosa que había profesado. Era un poeta que no escribía versos. Y un hombre de espiritualidad  que sabía que todos los caminos, en el mejor de los casos, eran solo inspiración para el camino de cada uno. Había que tratar las palabras con mucho cuidado. Con Rilke,  amigo íntimo de Antonio, decía sobre Dios que : “Sólo sé que me elevo desde un calor que es suyo”. Claudio atendía.

         Cuando Antonio tuvo que admitir el diagnóstico como nuevo habitante de su vida, Claudio le visitaba una tarde por semana. Siempre su amigo había comido más por ilusión que por pasión. Y en aquellos tiempos  lo de comer iba de capa caída. Por eso en sus visitas le llevaba dos pequeños manjares que le deleitaban: galletas de arroz y una leche con vainilla, que se bebía como si fuera horchata. Le sabían a gloria. Cuando Claudio le veía disfrutar la golosina, en su uniforme de pijama y bata, pensaba a veces que igual iba a ser verdad lo de escritor póstumo. Antonio Marsal  había encargado a una imprenta unas ediciones reducidas para sus amigos de lo mejor que había escrito. Las gestiones editoriales no habían ido bien. Quizá un día, más tarde, irían mejor. Si entonces alguien le preguntaba qué relación había tenido con el autor, él podría contestar: “Yo era el que le llevaba la merienda”.

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Se dio de verdad cuenta de que ya no estaba seis meses después. Había descubierto un libro de un autor que escribía cosas así:

         Dios mío, ¿por qué habéis inventado la muerte?,¿por qué  habéis permitido que venga una cosa semejante? Es tan agradable la vida en la tierra, vuestro paraíso tendrá que ser deslumbrante para que la ausencia de esta vida terrenal no se haga sentir en él, necesitaréis ingenio para darme una alegría tan pura como la del aire fresco de una mañana de abril, sí, necesitaréis mucho talento y por consiguiente amor para que no llegue a vuestro paraíso ninguna nostalgia de esta vida, herida, pequeña, muda.

         Era de un tal Christian Bobin  y Claudio comprendió amargamente que no podría regalárselo a Antonio. Estaba seguro de que lo habría disfrutado más que él mismo. Cuando releyó ese casi lamento por tener que habitar el paraíso de los muertos, empezó a preguntarse cómo estaría entonces Antonio, al otro lado de la línea tras la que había desaparecido. ¿Sereno? ¿Maravillado? ¿Enmudecido? ¿Preocupado por la desconexión con sus hijos, con su mujer? Las preguntas se iban poniendo en fila: ¿Se entera de algo de lo que aquí nos pasa? ¿Con quién se ha encontrado? ¿Con la esposa que se le murió? ¿Con Goethe? ¿Hay libros allí? ¿Hay bancos para leer? ¿Hay cuerpo para sentarse? ¿Se duerme? ¿Suena Bach si alguien lo pide? Bruce Springsteen, seguro que no. ¿O sí? Claudio no sabía nada de nada del otro lado. Sólo una certidumbre, que era casi certeza, y sus motivos tenía, de que Antonio Marsal estaba de alguna manera inimaginable en algún lugar impensable. Lo que no era poco saber. Pero el silencio entre los dos se hacía cada día más espeso.

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Yo también había sido alumno de Antonio Marsal y tuve algún trato posterior con él, pero mi relación con Claudio venía de más lejos y se había mantenido siempre  muy estrecha. Como él sabía que andaba yo recogiendo historias de momentos excepcionales en la conciencia humana, quiso aportarme lo que le ocurrió con Antonio cuando ya nadie podía visitarle, y cuando la ausencia, a medida que pasaban los meses y los años, se hacía cada vez mayor. Éste fue el texto que me envió.

Siempre hablamos del dolor de la pérdida, del duelo por los que se nos han ido, del vacío que nos han dejado, pero también el poeta dijo:¡qué solos se quedan los muertos!”, y quizá valdría la pena hacerle un poco más de caso. Si creemos que la muerte mata, podemos mantener un recuerdo en el corazón, por supuesto, pero es tan fuerte el peso de la vida de cada día, que el olvido tiene bastante vía libre para su empeño. Pero si se siente, y se piensa, porque son vivencias y son también hechos, aunque se los considere de valor subjetivo, que la muerte nos envía a otro mundo, con ciertos cambios, sí, pero sin amnesia de lo vivido aquí, entonces uno puede sentirse llamado a la búsqueda. A la búsqueda de algún contacto. A no darle por perdido. Ese fue mi caso con Antonio Marsal.

         Durante algún tiempo pensé en sentarme  frente a una silla vacía, como un Goethe más, iniciando una conversación solemne con Antonio, pero la verdad es que lo iba aplazando. Llámale sentido del ridículo o lo que sea, pero aquello no iba conmigo. Tenía que haber otra manera. Tardó en llegar, pero llegó.

Surgió por primera vez cuando yo estaba pasando una mala temporada. Tú sabes a qué  me refiero y lo aturdido que me quedé con aquella ruptura no deseada, después de tantos años, y cómo intenté inútilmente arreglar algo que no entendía. Total que una noche, mientras iba conduciendo, rompí el bloqueo. Las ventajas de ir solo en coche son bastantes, aunque ninguna  para el medio ambiente, ya lo sé. Pero aislado en tu cápsula, aferrado al volante y con la vista firme al frente, te puedes poner a conversar con el más allá sin apenas margen mental para preguntarte qué te crees que estás haciendo. Antonio conocía mi historia, aunque no las últimas noticias, claro, pero de ponerle al día yo mismo me encargué. Sí, es cierto que yo estaba muy sensible aquel día, más hablador de lo normal, un poco ausente del mundo en aquel trayecto en coche, lo que quieras, pero en cuanto acabé las explicaciones, sonaron en mi cabeza dos frases con una voz que no era la mía: “Va a cambiar. Dale tiempo”. Yo sé que esas frases no las creé yo. Me alcanzaron demasiado rápidas, no tuve tiempo ni de pensar nada entre mi exposición del problema y lo que consideré una respuesta. Bien, el hecho cierto es, como sabes, que al cabo de un año se cumplió la profecía y se produjo aquel vuelco de la situación que entonces no podía ni imaginar.

         Pero no quise abusar de la gracia recibida. Comprendí que él seguía estando y eso era abundancia pura. La palabra continuidad, continuidad en la ausencia, se me alojó en la cabeza. Pero no se iba a manifestar en cualquier momento. Me pareció que era tiempo de esperar más que de empeñarme en buscar.

Y sucedió que un día me entrevisté con un editor para ofrecerle uno de los ensayos que Antonio había hecho imprimir sólo para amigos y que apenas habían  circulado entre un centenar de lectores. Es importante hacer notar aquí que Antonio, unos años atrás, había traducido y prologado un libro de Rilke para aquella editorial. El editor había quedado satisfecho de aquella colaboración, pero dudaba. El nombre de Antonio Marsal no decía casi nada en el mundo del libro y, además, él no estaba aquí para presentar y defender su obra, pensé yo en silencio. Parecía que el editor no lo veía claro, y yo veía claro que la entrevista se estaba acabando, cuando sonó su teléfono. Era un amigo suyo que estaba haciendo un crucero, cosa que él ignoraba. Primero el diálogo fue bullicioso, fraternal, divertido, pero en un momento dado al  editor le cambió la cara, se dedicó sólo a escuchar y de vez en cuando me dedicaba alguna mirada  cuyo sentido yo no lograba descifrar. Al colgar me anunció que iba a editar el libro. ¿Sabes lo que había pasado? Pues que el amigo que estaba de crucero había encontrado en la pequeña biblioteca del barco un ejemplar de los libros de su editorial y éste era, precisamente, el de Rilke, que había traducido y prologado Antonio. Al amigo turista  le había sorprendido tanto encontrar un ensayo de los que él editaba en un lugar donde básicamente se jugaba, se tomaba el sol, se comía a todas horas y se bailaba la conga al anochecer, que había decidido llamarle. Yo no sé quién, ni cómo, movió no sé qué hilos para que las cosas sucedieran con aquella precisión y se pudiera editar uno de los libros que Antonio nos había dejado a los amigos como en custodia. Pero la sensación de que algo se movía en aquel mundo desconocido al que yo no pertenecía, pero Antonio sí, fue indiscutible. Y otra profecía de Antonio se cumplía: iba a ser un autor póstumo.

Yo, por supuesto, deseaba que se produjeran aquellas señales  pero, como te dije antes, me limitaba a esperar que la chispa se encendiera por sí sola. Así fue como ocurrió de nuevo con un asunto de mi trabajo. Hace un año, más o menos, yo publicaba entrevistas de tipo cultural en una revista. Era el año del centenario de un poeta al que Antonio había dedicado uno de sus libros casi inéditos. Pero también había dado una conferencia sobre él unos diez años antes, donde había conocido al hijo del poeta. Era a éste a quien yo me dirigía a entrevistar, pues se había encargado de ordenar y reeditar el legado de su padre. Vivía en otra capital y había concertado por teléfono la cita con él. Cuando enfilé la autopista, de nuevo dentro de la nave que una vez ya me había teletransportado a otros mundos, sentí una fuerte presencia de Antonio. Era natural, iba a ver al hijo de un poeta por el que sintió devoción y al que consagró años de lecturas, reflexiones y escritura. Así que me salió de la manera más natural hablar de nuevo con él, explicarle lo que iba a hacer y, ya en uno de mis mejores niveles de buen humor, invitarle a que viniera conmigo a la entrevista. “Pero si vienes –añadí-, abróchate  el cinturón.” La réplica  fue instantánea: “Sí, más vale que me lo ponga, no me vaya a matar.”

Ya sé que la mente humana es muy compleja, muy rápida de conexiones y que puede parecer que me estaba autoengañando. Pero espera a que acabe la historia. La entrevista fue bien, una conversación fluida, interesante, amable. Tanto que al final el hombre quiso anotarme el teléfono del director de una revista, amigo suyo, donde pensaba que podía ofrecer otras colaboraciones mías. Para ello alargó la mano a un montón de papelitos, restos de folletos o lo que fuera, que él mismo había recortado y que guardaba para tomar pequeñas notas, en un ejercicio admirable de ahorro de papel. Cuando ya en el coche di la vuelta al papelito, descubrí que pertenecía al programa de mano de la conferencia que Antonio había dado sobre su padre. ¡De todos los papeles reciclables del mundo, me había tocado aquél precisamente y en aquel día! Sí, así fueron las cosas, con esa carga simbólica que me hizo enmudecer todo el viaje de vuelta. Habíamos ido juntos a la entrevista y ahora regresábamos juntos. Con los cinturones de seguridad bien ajustados, por supuesto.

No fui el único que tuvo alguna señal de Antonio, también quiero que lo sepas. Como tampoco fue la primera vez que me había pasado algo parecido. Había tenido algún sueño muy revelador y alguna coincidencia fuerte con otra persona que había fallecido bastantes años antes. Pero en el caso de Antonio la línea que separa nuestro mundo y el de quienes nos desaparecen se había cruzado más veces y de maneras  distintas. No fue menor el impacto que tuvo para mí lo del médico de la última etapa de mi hermano mayor. Cuando tuvimos que aceptar en la familia que su enfermedad había rebrotado y que eso significaba, según todos los médicos, empezar la cuenta atrás, me di cuenta de que pronto ya no podría hacer nada por él, lo que entonces me desesperó. Se lo expliqué a Antonio, sí, y le pedí que, si le era posible, recibiera a mi hermano cuando dejáramos de  tenerlo. No me pareció que hubiera ninguna respuesta. Pero a los pocos días conocimos al médico de paliativos que nos asignaron. Cómo no pensar que esta vida que conocemos es tan solo una parte de lo que nos ha sido dado, cuando el médico al presentarse nos dijo que se llamaba Antonio Marsal.

No siempre las cosas suceden de forma parecida, bien lo sé. No siempre tenemos tantas oportunidades de afirmar que el fin no es el fin. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Por qué no todos llegan a donde llegan como Antonio, y seguramente como otros, tan dispuestos a comunicarse? ¿Por qué no todo el mundo aquí logra sintonizar con esa forma de decirnos “sigo estando y tú también seguirás estando un día”? ¿Hay quien una vez al otro lado necesita el olvido de este mundo? ¿Hay en este mundo quien es mejor que olvide y no piense en todo esto? No sé prácticamente nada.

Un fin de semana estaba en un paraje un poco especial con mi esposa. Un hotel muy moderno construido junto a un monasterio medieval. El verde lo cercaba todo en aquellos días de abril. La mañana  de la partida salí a dar una vuelta mientras ella hacía su maleta. Un riachuelo cruzaba feliz aquel lugar de contrastes. Me acodé en el pequeño puente de madera y contemplé ensimismado la vitalidad rumorosa de sus aguas. Sin motivo aparente pensé en Antonio.“ No te preocupes. Nos encontraremos”. Esa fue la última vez que supe de él. Creo que por ahora no puedo explicarte más.

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He vuelto a leer esta historia de amistad  más allá de la línea que marca la ausencia. No eran un secreto estos hechos, pero tampoco Claudio los contaba fácilmente. Mi avión ya lleva media hora de vuelo y me conviene distraerme con lo que sea, pues soy de los que sigue pensando que esto de aguantarse en el aire es más casualidad que seguridad. Había destinado este trayecto a ver cómo acabar esta historia, pero no encuentro la manera. Recuerdo un escrito de Antonio Marsal que una vez me dio a leer Claudio. Decía que cuando Colón descubrió América, toda Europa la descubrió. Interpreté que cuando alguien, más adelantado que la mayoría, vive un gran descubrimiento para la conciencia humana, aun por caminos que no están del todo explicados, todos los demás estamos mucho más cerca de llegar un día a experimentar lo mismo. ¿Acabo así esta historia?

         Dejo de escribir y sustituyo la pluma por un pequeño artefacto que me ha regalado mi sobrino. Creo que le llama i-pod. Sé que está lleno de canciones que él me ha preparado. De los años 80 y 90, las que me gustan a mí, porque me lo dio para mi cumpleaños, que fue hace un par de días. Echo un vistazo a la lista de músicos y me detengo en “Los Secretos”, que están muy arriba en mi lista de favoritos. Imagino la canción que me ha bajado. Este sobrino me conoce bien y además nos ha salido bastante listo. Pulso la tecla. El sonido es limpio, se aloja en mi pecho y ahora viajo entre sus versos. Sé que alguien muy parecido a mí sigue un poco inquieto en un avión que pronto le dejará en el bendito suelo. Pero yo estoy ahora con “Los Secretos”:

                                      He muerto y he resucitado.
                                      Con mis cenizas un árbol he plantado.
                                      Su fruto ha dado
                                      y desde hoy algo ha empezado.

         Acaba la canción  y sigo sin encontrar el final de la historia.