Antonio
Blay estuvo aquí, viviendo muy cerca de la que era mi casa hasta que tomó el
último tren de la vida, y quisiera explicar qué importancia tuvo esto. Yo había
iniciado en el 1980, recuerdo casi el día exacto y, desde luego, el motivo, un
intento de entender mejor las cosas. O dicho sin más, de pronto me di cuenta de
que tenía mucho por descubrir: dentro de mí, en los demás y donde los ojos de
este mundo comienzan a ver borroso. Así que comencé a moverme. Lecturas nuevas,
algunas conferencias, un poco de silencio interior…Supongo que iba haciendo lo
que podía, pero desde luego le ponía ganas. Lo que nadie me dijo fue que
Antonio Blay mantenía diálogos sobre su
ya extensa obra en su propia casa, que estaba a tres manzanas de la mía. Me
enteré poco antes de aquel día de agosto de 1985 en que dejó de dar cursos
definitivamente.
Y explico esto porque conocer a Blay me hubiera venido muy bien, tal como fui
descubriendo años más tarde. Antonio Blay (1924-1985) había ejercido la psicología
clínica, y antes había dirigido una institución bastante conocida en los años
sesenta: la Ciudad de los Muchachos. Compaginó su trabajo y su familia (tuvo
esposa y dos hijas) con viajes de formación a Suiza y a la India y con una gran
dedicación al estudio. Comenzó a escribir libros y más tarde resolvió abandonar
la práctica de la psicología y dedicarse sólo a dar cursos y conferencias. En
Barcelona, Madrid, Bilbao, San Sebastián, Andalucía y Valencia. El título más frecuente de sus encuentros era
el de “Psicología de la autorrealización”. Pero se consideraba un psicólogo
jubilado. Cuando le preguntaban qué era, decía que no sabía muy bien qué
contestar, aunque era evidente que le traía sin cuidado. Hacía lo que deseaba
hacer y lo hacía muy bien. Los asistentes a sus cursos lo corroboran y sus
libros, más de treinta títulos, se han seguido vendiendo tras su muerte. Sin
embargo, en su momento Blay era sólo conocido por círculos reducidos. Casi no
concedió entrevistas y no aparecía en los medios de comunicación. Pese a las
varias ediciones de su libro “Creatividad y plenitud de vida”, no fue el centro
de ninguna campaña de promoción editorial, hasta donde yo he podido saber. En nuestro siglo XXI, con el
auge de la inteligencia emocional, el crecimiento personal, los diversos
caminos de espiritualidad, y con la oferta de libros, revistas, programas de
radio y de televisión que tratan de todo ello, hubiera sido difícil que Blay se
mantuviera en el plano discreto que siempre deseó tener. Pero no es descartable
que lo hubiera conseguido. Nunca quiso crear escuela, ni menos tener
seguidores. Pretendía algo distinto y yo hubiera podido tomar apuntes de todo
ello, en directo, si hubiera sabido que Blay estaba aquí mismo, explicando
tantas cosas en mi barrio.
Sin embargo, no es del todo cierto que
yo no llegara a asistir a sus sesiones. En los años ochenta y noventa
circulaban de mano en mano cintas de sus cursos. Las escuché repetidamente. Y
sus libros estaban en las librerías.
Fueron llegando a mi biblioteca. De manera que la palabra de Blay me acompañó
mucho y me hizo pensar más. E incluso puedo afirmar que, en cierto modo, llegué
a conocer un poco a Blay. No he de forzar apenas el relato si digo que sí “asistí”
a sus cursos y que “crucé” varias veces la puerta de su casa tras tantas horas
de cintas y de libros. Así que éstas son algunas de las notas que tomé cuando
“visitaba” a Antonio Blay, en aquel piso al que podía llegar como quien sale de
casa para comprar el pan.
El
primer encuentro
Todo lo que
explico ha de ser experimentado. No interesa decir “estoy de acuerdo”, sino ver
si sirve de base para un trabajo, para una experiencia personal. Lo que yo diga
no es para ser creído ni aceptado, sino para ser mirado.
Así inició el ciclo de charlas aquel
hombre de aspecto tan común que no
pretendía convencer ni demostrar nada, sino mostrar. Quedaba claro que sólo iba
a proponer unas pistas para que cada uno hiciera un trabajo interior, y que esa
experiencia personal era lo único que valdría la pena en aquel proyecto, al que
él se refería como “autorrealización”. ¿Cómo había que entender aquella palabra
clave? Decía que de dos maneras. Una era conseguir vivirse plenamente, ser uno
mismo integrado en el mundo que nos rodea. Pero esto no era todo.
La
autorrealización es llegar a descubrir cuál es la identidad última de cada uno,
quién o qué soy, no como seres humanos particulares sino como aquello que
permanece idéntico a lo largo de todos los cambios de la vida. ¿Y por qué es
importante descubrir la identidad? Porque cuando se logra se resuelve todo lo
que es el anhelo de la vida, porque la persona realiza su plenitud más allá de
todo lo soñado y porque es el único modo de que descubra el sentido de su
existencia, y de que descubra cuanto hay más allá de lo que ahora entiende por
existencia.
La autorrealización es un trabajo de
experiencia, no un sistema filosófico o teológico al que adherirse.
El alcance de la propuesta de Blay me
desconcertó y me emocionó a la vez. ¿Una identidad inalterable y común a todos
los seres humanos? ¿De qué estaba hablando? Al principio había dicho que no
intentáramos relacionar los contenidos de aquel curso con cosas que ya
conociéramos. Yo, desde luego, no podía relacionar lo que él llamaba la
identidad última con nada de lo que ya tuviera noticia. Había entrado en la
propuesta de Blay por una zona mal iluminada para mí. Pero a los pocos días volví
a su casa y mereció la pena.
Qué
soy y qué no soy
Mi vida es una
actualización de algo que yo soy, que soy en el centro. Pero yo no me he dado
cuenta de que era así y siempre he estado viviendo como si el exterior fuera el
que me comunica, me transmite, me da…
Esto último era lo que siempre había
pensado yo, y no solo yo, supuse. Pero Blay no lo veía así. Según él, somos
desde siempre un potencial que nuestro entorno simplemente ayuda a desarrollar.
Del
exterior no nos viene ni un poco de inteligencia, ni un poco de capacidad
afectiva, ni un poco de energía profunda. Del exterior sólo recibimos
estímulos; y aún, sólo son estímulos en la medida en que los captamos desde
nuestro interior.
Ese potencial, fue explicando, era como
tres focos: el de la energía, del que se derivan la voluntad, el impulso de
vivir, la capacidad combativa; el foco del afecto, que sería nuestra
disposición al amor, la amistad, el placer, la alegría, la belleza, la armonía…y
el foco de la inteligencia, vinculado a los modos de conocimiento, a relacionar
datos, abstraer, intuir… Y entre los ejemplos que puso, anoté el referido al
foco del afecto. Dijo que del exterior recibimos estímulos afectivos, por
supuesto, pero que era nuestra capacidad de amar la que consigue que nuestra
vida afectiva crezca. Lo que nos llena, vino a decir, es el amor que damos. Esta
afirmación de que somos, en cualquier
caso, una fuente de energía, amor e inteligencia daba la vuelta a la visión
habitual del ser humano. Lo explicó con cierto detalle.
Así
pues, yo me doy cuenta de que en las experiencias yo puedo ser causa, en lugar
de efecto, yo puedo ser núcleo irradiante, en lugar de ser sólo un foco
receptivo. Este descubrimiento, considerando que gran parte de nuestra vida la
hemos pasado viviéndonos como producto, como consecuencia del ambiente, de las
situaciones, del modo de ser de nuestros mayores, de nuestros iguales, de todo
en fin, este descubrimiento de que uno es un foco, un punto de partida, un núcleo
a partir del cual la vida se desarrolla hacia fuera, señala todo un nuevo
campo, un nuevo enfoque.
¿Había contestado Blay, con estas
explicaciones, a la pregunta clave: qué soy yo? ¿Era esta la identidad de que
habló el primer día? Parecía que sí, pero más adelante supe que aquello no era
todo. De momento, una duda quedó en el aire. Si somos ese potencial tan
maravilloso, y todos lo somos, ¿por qué no nos va todo mejor?
Blay explicó que los miedos, las
angustias, la agresividad son fruto de no vivir esa realidad que somos sino una
fantasía mental que no captamos como tal. Esa fantasía es el yo ideal, aquello
que compulsivamente buscamos ser, porque desde nuestra infancia nos hicimos, a
través de nuestro entorno, una imagen equivocada de lo que éramos: el yo idea.
Uno
tiende a ver el mundo según la consigna que ha recibido. Si me han dicho que
soy poca cosa, y yo lo he aceptado (yo idea), estaré jugando toda la vida a ser mucha cosa (yo ideal). Pero a la vez estaré una y otra vez
fallándome, sintiéndome muy poca cosa. Y aunque llegue a conseguir muy buenos
resultados en negocios, en lo que sea, una y otra vez seguirá saliendo el “yo
soy poca cosa”. Si me han dicho que soy muy buena persona, yo intentaré ser
siempre más bueno para no defraudar a los demás.
Y señalaba hasta qué punto la vida
social está construida en torno a este yo ideal, y cómo hay que evitar pisar el
yo ideal de los demás, si no queremos que nos echen la caballería por encima. Lo
decía con unas gotas de aquel humor suyo que aparecía de vez en cuando.
En
el yo ideal todos somos Mr. y Miss Universo. Hay que decir:¡qué guapa estás!,
¡qué bien te queda esto! Pero nunca:¡qué viejo te has hecho!
En el breve camino de vuelta a mi casa,
resonaban , y no sólo en mi cabeza, aquellas palabras lúcidas, pero que de
entrada también herían. Lo que uno ha creído ser (muy bueno, muy malo, muy
fuerte, muy débil, listo, torpe…) es falso, decía Blay, es algo que me ha
venido del exterior, pero que no me descubre mi identidad última. Uno puede
haber realizado acciones buenas, malas, listas, torpes…pero eso no es lo que
somos. Entonces, ¿qué soy?, cabía preguntarse una y otra vez. Y volvían las
últimas palabras que había anotado:
Expresar
y vivir lo que soy: Energía, Amor, Inteligencia.
Definir a alguien o a uno mismo por lo
que hace, en un momento o muchas veces, era un camino erróneo. Esos modos habría
que corregirlos o potenciarlos, pero no utilizarlos para concluir quién o qué
es una persona. Ese era el núcleo de lo que yo llevaba en mis apuntes tras
varias sesiones.
¿Y
quién era Blay?
A
veces escuchándole se me iba el santo al cielo y me preguntaba por él, por su
vida. Lo que más me llamaba la atención era su gran claridad de expresión,
aunque algunas de las realidades de las que trataba ya no fueran tan claras
para mí. No hablaba más de lo imprescindible, no se adornaba lo más mínimo.
Sólo se permitía algunas gotas de humor que siempre acertaban en el auditorio. Un
asistente a un curso le pidió una pista
para saber si uno estaba avanzando en
este descubrimiento del yo idea y del yo ideal que llevamos grabados en
el inconsciente. Sin pensarlo ni un segundo contestó:
Una
de las formas de saberlo es que cada vez te sientes peor. Y en otras ocasiones
cada vez te sientes mejor. O sea, que esta pista… es un despiste.
Y nos arrancaba unas risas. Lo que Blay
nos proponía era un viaje personal al descubrimiento de nuestra realidad
completa , no la promesa de unas mejores sensaciones, de un poquito más de
felicidad, de un poquito menos de malestar. Claro está que para él valía la
pena lo que en el fondo de la realidad aguardaba. Pero, ¿cómo había llegado a
esa convicción? ¿Cómo había sido su camino hasta aquí? ¿Y cómo era su vida
aparte de cursos, libros, conferencias?
Blay era un hombre de aspecto
corriente. Era grueso, gustaba de los cigarrillos y de los caramelos.
Inasequible a la adulación. Y yo intentando imaginarme cómo era el resto de su interesante
vida, desde mi hábito de lector de novelas y de amante del cine. Preguntándome
por sus viajes a la India, por el origen de su lucidez, por cómo era en su casa,
por si podía mantener a la familia con
aquellos cursos. En definitiva, construyendo un personaje. Pero había elegido
un camino equivocado. Precisamente lo que él pretendía era que descubriéramos,
y dejáramos disolver, el personaje que vamos arrastrando por la vida y que nos
condiciona sin que apenas nos demos cuenta. No daba importancia a los datos de
su biografía y por ello casi nunca se refería a sí mismo. Quería que
enfocáramos nuestra mirada en otra dirección.
Es
necesario que uno se dé cuenta de que lo fundamental no es lo que hace, sino el
sujeto que está viviendo lo que hace. Porque este sujeto es la base, la raíz, el
común denominador de todo lo que podemos vivir y experimentar en la vida. Es a
lo único que podemos llamar auténticamente “yo”.
Nuestras ideas pueden ser muy
importantes, pero continúan siendo “nuestras ideas”, no son “yo”. ¿Qué o quién
es el que está viendo o valorando estas ideas? Este “quién” es más importante
que las mismas ideas. ¿Quién es el que está sintiendo amor o tristeza? Este
“quién” es más importante que lo que siento, porque esto va variando, en cambio,
este “quién” no cambia, siempre es idéntico a sí mismo. Es la identidad, y todo
lo que estoy viviendo procede de este foco central.
Y nos explicaba hasta qué punto nuestra
mente está acostumbrada a poner atención en las cosas, procesos, sentimientos, ideas,
pero el denominador común de todas las experiencias que he vivido es que yo
estaba ahí dándome cuenta. Ahora bien, captar el yo que se da cuenta, que
siempre está ahí, era cosa de la intuición. Era una tarea derivada del
centramiento, de la atención, a la que había ir, en palabras suyas, “con
paciencia, perseverancia y buen humor”.
Llegar a ese yo interior (más allá del yo idea y del personaje) era como
ir de la ilusión a la realidad. Era fruto de la sinceridad, de buscar lo
auténtico por encima del bienestar o del malestar, y por encima de
convenciones. Una sinceridad que surge del fondo y que conduce al fondo, decía.
Y que nos permite vivir con más eficacia y con más autenticidad.
Aquellas notas que yo iba tomando me
hablaban de un hombre que había hecho un inmenso viaje interior. Pero, hasta
donde yo entendía, su posible respuesta
a mi pregunta “¿quién era Blay?”, era que, en el fondo, él y yo éramos lo mismo.
La diferencia estaba en que cada uno había desarrollado, en mayor o menor
medida, aquel foco de energía, de amor y de inteligencia que todos somos. Y
para que descubriéramos esa plenitud que
nos aguarda, ahí estaba Antonio Blay.
Lo
que quedaba por saber
Un
día nos vino a decir lo de días anteriores pero de otra manera:
Si
tú sientes la grandiosidad de…por ejemplo un Wagner al oír su música, esa
grandiosidad es tuya. Cuando dices: ¡Qué tío Wagner! Ese eres tú. Quizá Wagner
vivió otra grandiosidad, quizá mayor que la tuya. Pero la que tú sientes, es
tuya. Si no la tuvieras, no podrías reconocer la de Wagner.
Era tan distinta la visión del ser
humano que Blay nos mostraba de la que, en general, traíamos la mayoría de
asistentes en nuestro discurso mental de siempre, que se hacía muy difícil
dejar de buscarlo todo fuera de nosotros, como él apuntaba, y asumir que, de
forma sutil e invisible, ya tenemos lo esencial. Era imprescindible volver a lo
que había dicho el primer día acerca de que sus palabras no eran para creerlas,
sino para experimentarlas. Por eso proponía ejercicios, como los de
centramiento, con el fin de poner la atención en el yo que está detrás de
nuestra energía, de nuestro amor, de nuestra inteligencia.
Esta conexión, mayor o menor, con
nuestro centro tenía consecuencias que en días posteriores fue explicando. Una,
horizontal. Las relaciones con los otros.
En
la medida en que vivo lo que soy, dejo de vivir para conseguir cosas y dejo de
utilizar a los demás para que me den afecto o me escuchen, o para que me den
seguridad o confirmen mi valor. En la medida en que vivo mi energía, el amor y
la comprensión, los demás son la ocasión para que yo me desarrolle, a través de
esta energía, este amor y esta comprensión.
Querer a alguien no es hacerle ningún
favor. En cambio, nuestro personaje siempre vive el hecho de querer a
alguien como hacerle un favor muy
especial, del cual espera recibir una serie de compensaciones. Querer a alguien
es un privilegio, el de poder expresar en la existencia lo que soy en esencia.
Y otro día, como una etapa más en el
proceso de descubrimiento de la realidad, Blay nos llevó un poco más lejos, o
mejor, bastante más lejos que en días anteriores. Él lo llamaba “niveles
superiores”. Sostenía Blay que cuando se ha avanzado en este proceso de
descubrimiento interior, en esta disolución de las raíces inconscientes del
personaje y en el contacto con nuestro centro, solía aparecer de manera natural
una expansión de conciencia. Ésta, en dirección vertical.
Este
despertar vertical a veces se produce en forma de experiencias inesperadas,
como una especie de flash. Pero después se va descubriendo que esto siempre ha
estado aquí disponible, y poco a poco se va descubriendo que existen unos
campos de energía más sutiles, una
energía mucho más fina que la mental, que la afectiva o la vital, y que
se viven como cualidades distintas.
Hay un campo de felicidad
extraordinaria; es un campo de luz-felicidad, amor y gozo sin límites (…). Hay
otro campo de tipo mental, también de luz pero distinta, es como la matriz de
las cosas que existen(…).Y hay otros niveles que se viven como campos de
energía(…). Cuando la persona descubre esto, cuando irrumpe en su conciencia
personal habitual, se vive siempre como algo extraordinario, algo que trastorna
completamente el pequeño mundo que hemos construido con ideas, creencias y
hábitos.
Cuando Blay dibujó esta ampliación de la
realidad en dirección vertical, creo que la mayoría de oyentes pensamos lo
mismo: ¿estaba hablando de Dios? ¿Había Dios en la autorrealización? Pero la
clave de estas preguntas estaba sorprendentemente en el primer punto de
aquellas sesiones.
El
contacto con los niveles superiores tiene una calidad, una plenitud y un valor
no comparables con lo que se vive normalmente en las experiencias personales,
por esto la persona siempre cree que se trata de algo distinto a ella, porque está
identificada con el yo idea. Yo creo ser mi cuerpo y unas experiencias
determinadas, unas ideas y unos hábitos, y cuando de repente vivo algo
diferente por fuerza le atribuyo una identidad diferente de la que creo ser. Y no
es así. De hecho estos niveles (superiores) son una dimensión más de nosotros
mismos, son nuestra conciencia superior, nuestra conciencia y dimensión
espiritual, lo que quiere decir que siempre podemos tener un posible acceso a
ello.
No sé los demás, pero al menos yo iba de
sorpresa en sorpresa . De la imagen de un Dios superior y máxima expresión de todo lo bueno, frente a
un ser humano que necesitaba de todo,
incluso que le redimieran, según nos habían inculcado, de algo que en el origen
había hecho muy mal la primera pareja de humanos, se pasaba a un yo constituido de una
energía, un amor y una inteligencia esenciales que podían llevarnos a una
plenitud inimaginable. Pero, ¿había también lugar para hablar de Dios en la
propuesta de Blay?
Dios
no es ningún concepto. Hablar sobre Dios es como hablar sobre la comida sin
comer. Y Dios no ha de ser un concepto. Dios ha de ser la experiencia viva de
la realidad inmanente en mí y en todo. El concepto tiene sentido como señal,
como indicador, pero la mente se agarra al concepto como si fuera la cosa, y
convierte a Dios en cosa. Dios, que es el sujeto último, queda convertido en
objeto al decir la palabra Dios.
Sin embargo, a veces Blay no tenía más
remedio que usar la palabra Dios, o el Absoluto, o el Ser Primordial para
referirse a una realidad que era a la vez impersonal y personal. Y no negaba en
modo alguno, al contrario, la posibilidad de expresarse desde lo más hondo ante
esa Presencia.
Toda esta parte de los niveles
superiores suscitaba muchas preguntas
que Blay no rehuía, pero tampoco alentaba. Clarividencia, telepatía, viajes
astrales…y la inevitable reencarnación.
Sobre ésta, respondió así:
Yo
no creo en la reencarnación. Para mí la reencarnación es un hecho.
Para precisar más tarde que lo que se
reencarna no es el personaje, ni las ideas, ni los hábitos, sino la identidad individual
que toma nuevos vehículos. Recordaba hechos vividos por él muy concretos en reencarnaciones anteriores, pero no quiso dar detalles. No
quería que nos perdiéramos en experiencias que resultaban muy atractivas, pero
que nos podían distanciar de la tarea primordial: la conexión con nuestro yo
profundo, la superación de nuestro personaje, el desarrollo de la atención. En
definitiva, nuestra capacidad para mirar y para descubrir a través de la experiencia nuestra naturaleza
luminosa. Para Blay era muy importante llegar a las vivencias espirituales con
el trabajo previo, el psicológico, lo más avanzado posible.
He de anotar aquí que, cuando Blay
escribía y explicaba lo que vengo apuntando, él ya llevaba casi cuarenta años
viviéndolo. Eran los años setenta y ochenta del siglo pasado. Hoy los que saben
de psicología consideran a Antonio Blay el
precursor de la Psicología Transpersonal en España. Entonces no creo que nadie
hablara aquí como él lo hacía. Su enfoque no tenía acompañantes. Aparentemente
había hecho un gran trayecto en solitario. Es cierto que había una larga
bibliografía en algunos de sus libros. Y también estaban sus viajes a la India
y su contacto con el yoga y con el pensamiento oriental. Pero aquella propuesta
hacia la autorrealización que él nos ofrecía, con etapas ordenadas de
comprensión y ejercicios correspondientes, todo aquello era muy original. No
recuerdo si entonces lo vi con tanta claridad como con en años posteriores se
me ha hecho evidente.
Lo que entonces no dejaba de
sorprenderme era como su simple presencia irradiaba una inagotable música interior
entre los asistentes a sus charlas. Y lo mejor era que esa música estaba también
en nosotros, en espera de que la descubriéramos. Pero pasaban los días, las
sesiones y los hallazgos, y yo no dejaba obstinadamente de preguntarme por el misterio que para mí tenía aquella vida
singular.
La
única revelación de Blay
Ha
sido muchos años más tarde cuando encontré un documento impagable
sobre
su vida. Bastante después de la muerte de Blay, su hija Carolina hizo una
página web dedicada a la obra de su padre. En ella se ofrecía la posibilidad de
descargar discos de sus cursos. Así lo hice con uno impartido en Bilbao en
1978, que no conocía, y en él descubrí que en una ocasión, y seguramente en
ninguna más, Blay había hablado de su vida. No porque considerara que tenía
interés por ser la suya, sino porque a través de algunos recortes
autobiográficos quienes le escuchaban podían entenderse mejor a sí mismos y el
alcance de aquel viaje a la autorrealización que él invitaba a experimentar.
La historia ocurrió cuando Blay tendría
unos diecisiete años. Subrayaba en el curso que tanto su infancia como su vida
de muchacho consideraba que habían sido muy mediocres: en los
estudios, en los contactos humanos…Y que estaba en una época en que se hacía
preguntas esenciales como tanta gente: que si Dios existía, que si había otra
vida, si tenía algún sentido la existencia. Pero nada de lo que leía le
convencía. De repente, un día le sucedió algo completamente imprevisto y de lo
que no tenía ni la menor idea:
La
historia empezó para mí cuando tenía 17 años. Una noche me desperté fuera del
cuerpo en un estado de felicidad inconcebible, fabuloso. Una luz que era un
gozo inenarrable, sin límites, algo de lo que yo no tenía absolutamente ningún
precedente, ninguna teoría, ninguna noción teórica en absoluto. Era la felicidad
total. Pero lo curioso es que en esa felicidad yo tenía la evidencia de que eso
era Yo, de que no era una cosa ajena a mí, sino que esa era mi identidad. Yo en
esa felicidad era yo mismo del todo.
Y yo no sabía que esto era posible. No
tenía ningún fervor especial. Tenía una vida diaria muy triste, me sentía
profundamente alejado de todo. Había en mí una demanda, una nostalgia que no sabía formular. De ahí surgió una necesidad
de buscar, de ir a ello y no que me tuviera que llegar así, como caído del
cielo. Decidí no creer en nada. Me desprendí de mis libros. Mi propósito de
investigación surgió entonces. De esto hace 37 años. Entonces no había libros
sobre todo aquello.
No obstante, recuerdo un día que, como
consecuencia de esta primera experiencia, en ese estado de embriaguez interior,
de felicidad, de plenitud, me encontré yendo por la calle, y me metí por una
callejuela, y luego torcí y encontré una librería. Entré dentro como un
sonámbulo y me fui directo a un sitio y compré dos libros que no había oído en
mi vida hablar de ellos. Uno era un curso que trataba de la conciencia cósmica.
Algo me condujo al sitio para escoger el libro que yo no sabía que existía y
que se refería a lo que acababa de
vivir.
Blay no ocultaba que aquella vivencia
fue el principio de su nueva vida. Todo lo que vino después: estudios,
lecturas, viajes, yoga, toda la investigación que inició y prolongó a lo largo
de toda su existencia, así como la decisión de comunicar sus hallazgos a quien
quisiera oírle, todo ello nacía de la semilla de aquella noche a los 17 años, y
de otras vivencias posteriores, algunas
de las cuales también explicó. Y todo aquel caudal de conocimiento tenía el
objetivo de llegar a la gente para que recorriera su propio camino hacia aquella
claridad dichosa que un día irrumpió en su conciencia.
Esa
experiencia me dio la demostración de que existe una realidad superior hecha de
felicidad y que no tiene nada que ver con ninguna teoría. Eso que me vino por
las buenas, es evidente que constituyó para mí algo fundamental, y que luego
yo, desde abajo, traté y aprendí a volver a ello. Y ahí está el interés. O sea
que hay un modo de que podamos tener acceso directo a esa realidad superior, a
nivel de felicidad, aunque personalmente nos sintamos metidos dentro de nuestra
estructura personal y limitada. Así descubrí lo que realmente es el sentido de
una forma de meditación o una forma de oración, la oración contemplativa.
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Si
al principio de estas notas decía que “Antonio Blay estuvo aquí”, tras recuperar
ahora documentos, libros y testimonios sobre él, veo que podría completar aquel
titular con un “pero sigue aquí”. Hay
acuerdo en que la influencia de sus propuestas no ha caducado, antes bien ha
propiciado nuevos frutos.
Se atribuye a Blay una frase que más o
menos venía a decir que las personas maduramos por sufrimiento o por
discernimiento. O el dolor nos despierta, o el conocimiento buscado nos
orienta, dicho de otro modo. Es mi impresión que Blay conocía a fondo el dolor
humano, aunque en sus cursos no lo expresara con dramatismo, y sabía que había
una posibilidad de evitarlo, en gran medida, mostrando y facilitando el acceso a
nuestro centro, si lo buscamos con sinceridad y con perseverancia. Dedicado a
ello, lo conoció bastante gente, y en cierto modo, yo también.
Blay afirmaba con naturalidad que no
tenía miedo a la muerte. Que la muerte no existe. Que es simplemente otro
proceso de vida. Tal vez por ello, cada
vez que “he vuelto” a su casa, le he oído aún decir algo nuevo que he querido
añadir a mis notas. Como esto último:
El
hombre está irremediablemente condenado a ser feliz, pese a su heroica
resistencia.
Antonio Blay (1924-1985)