Lola Hurtado. Óleo.


martes, 27 de marzo de 2012

Petrarca: humanista y alpinista.




Era tanto el amor de Petrarca por los libros, que el día que acometió la proeza de escalar el Mont Ventoux, llevaba en su bolsillo uno de tamaño muy reducido, “pero de infinita dulzura”, en palabras suyas, y se puso a leerlo al alcanzar la cima.

         Este hecho, que él mismo narró con gran detalle en una carta a su amigo Dionigi da Borgo San Sepolcro, y del que vamos a ocuparnos en este texto, ocurrió el 26 de abril de 1336, cuando tenía 32 años; aún viviría 38 más. Hasta ese día, la vida de aquel hombre nacido en Arezzo el 20 de julio de 1304 ,y crecido cerca de Avignon, ya había mostrado las líneas maestras de lo que sería su existencia. Sin embrago, algo esencial aún tenía que ocurrir .

         La juventud del que sería uno de los más influyentes poetas de la historia de la literatura, y ejemplo máximo de humanista, había transcurrido en la Provenza. Allí Francesco Petrarca conoció bien la poesía que habían inventado los trovadores, y debió de sacar muy buena nota en su educación sentimental de la mano de aquellos enamorados de damas imposibles, a las que, a pesar de todo, amaban con pasión, trataban con delicadeza y poetizaban sin descanso. El amor cortés. ¡Cómo llegaría Petrarca a recrearlo!

         Mas otro tipo de amor le había comenzado a poseer y nunca le abandonaría: el que profesó por los libros en general y por la literatura clásica latina en particular. Sin embargo, su padre le envió muy joven a estudiar leyes en Montpellier y después en Bolonia. El padre no quería saber nada del hechizo que aquellos libros ejercían sobre su hijo y un día llegó incluso a quemarlos. Petrarca, según se cuenta, salió corriendo hacia la hoguera para rescatar cuanto fuera posible.
                                                                 
         En el 1326 murió el padre y Petrarca regresó a Avignon. Un año más tarde, el Viernes Santo, ocurrió un hecho inesperado y trascendental. Y fue que vio por primera vez a una dama, llamada Laura, y ese día la historia de la poesía comenzó a cambiar. También comenzó a cambiar Petrarca, claro está, que se enamoró hondamente de ella, casi con seguridad ya casada, a la que vio pocas veces más y siempre de manera fortuita. Poco importó que no fuera correspondido. El impacto sentimental debió de ser indescriptible, y a nuestros ojos, de otro mundo. A  partir de aquel día no dejó de escribir (en italiano, que no en latín como el resto de su obra) centenares de composiciones dedicadas a Laura, de una penetración psicológica y precisión en la palabra tan originales en su momento, que crearon una escuela poética de gran influencia en toda Europa: el petrarquismo.
               
                                           
Dejo aquí unos versos del soneto 18 (en traducción de  Atilio Pentimalli):

                     Cuando todo estoy vuelto hacia aquel sitio
                   donde brilla la bella faz de mi señora,
                   y me ha quedado en el pensamiento la luz
                   que adentro poco a poco me arde y me consume;

                     yo, que  temo que el corazón se me rompa
                   y veo cercano el concluir de mi luz,
                   me marcho, como un ciego, sin luz,
                   que no sabe dónde va y sin embargo parte.

         ¿Adónde partió Petrarca con aquella inundación de amor que no cesaba? En varias direcciones. Hacia el pasado, sin duda. La cultura clásica, que la Edad Media poco había apreciado, fue uno de sus motivos de vida. El estudio de Cicerón, Virgilio, Tito Livio y tantos otros; los viajes por Europa recuperando manuscritos de estos y otros autores; la creación de una importante biblioteca personal que acabó donando a la ciudad de Venecia; en fin, la tarea de traer al presente la riqueza de un pasado eclipsado durante siglos, tarea que conocemos hoy como Humanismo y que formó parte esencial del Renacimiento.

         También partió Petrarca hacia una casa cercana a Avignon, en Vauclus (valle cerrado), donde se abismó en sus estudios, en la escritura de obras en prosa y en verso, en latín, y en la prolongación del retrato poético de su amor por Laura, que hoy se conoce como “Cancionero”.

                                 

         Y un día partió a la conquista de la cima de un gigante de casi 2000 metros de altura: el Mont Ventoux.  Hoy es especialmente conocido como el final de muchas etapas ciclistas del Tour de Francia, pero en siglo XIV, nadie (o casi nadie) se había atrevido a emprender la subida, ni nadie parecía tener motivos para arriesgarse a tal empresa. ¿Por qué Petrarca  se empeñó en hacerlo?

         Decía al principio que todo lo relacionado con esta insólita iniciativa de 1336 lo dejó escrito en una larga carta a un amigo, que comenzó a redactar la misma noche en que regresó de la ascensión. En su escrito, este hombre de 32 años, dedicado al estudio y a la poesía, enamorado de una imposible dama, aunque en 1330 había tomado las órdenes menores eclesiásticas, nos explica que su deseo era llegar a la cima para contemplar el formidable y vastísimo paisaje que desde ella se podría descubrir. Era la gran montaña de la zona en que se había criado y siempre  la había tenido ante sus ojos. Mas un hecho muy literario, muy propio de su devoción por los autores clásicos, le había animado definitivamente: la lectura de la Historia de Roma de Tito Livio, quien explicaba  que Filipo, rey de Macedonia, había escalado el monte Hemo en Tesalia, atraído por el rumor de que desde su cumbre se podían divisar dos mares: el Adriático y el Euxino. El embrujo de la naturaleza sumado al de la cultura decidieron  a Petrarca a  acometer la conquista de la montaña. Le acompañaron su hermano pequeño y  dos criados.

         Al comenzar el intento un pastor intentó disuadirles. Fue en vano. La ilusión por llegar a un lugar vedado al ojo humano era más fuerte que el desafío de aquella mole rocosa. Crestas, valles, rocas, zarzas…Petrarca buscaba entre todo ello el camino más accesible. Retrocedía, hallaba otro atajo, perdía el paso de su hermano, se reencontraban más tarde, y mientras tanto se hablaba a sí mismo:

         Debes saber que lo que hoy te ha sucedido tantas veces en la ascensión de este monte os ocurre a ti y a otros muchos en el camino de tu viva bienaventurada.
         La vida que llamamos bienaventurada está situada en un lugar elevado; la senda que a ella conduce es angosta, según dicen.

         Finalmente llegó a la cumbre soñada. El espectáculo, descrito por él mismo, era impresionante. A sus pies, las nubes. Dirigiendo la vista a Italia, aparecían los Alpes. Hacia occidente, los montes de Lyon; a la izquierda, el mar de Marsella; frente a ellos, el río Ródano. Petrarca admiraba todos los detalles desde aquel espacio de soledad.

                            

         Fue entonces cuando abrió al azar el librito que siempre le acompañaba: las “Confesiones” de San Agustín, regalo del amigo a quien escribíó la carta con este relato, y en la que quiso recalcar que “a Dios pongo por testigo, y también a mi hermano –que se hallaba presente, porque esperaba con interés oír a Agustín hablar por mi boca-, de que las primeras líneas que vi decían”:

            Los hombres viajan para admirar la altura de los montes, las grandes olas del mar, las anchurosas corrientes de los ríos, la latitud inmensa del océano, el curso de los astros, y se olvidan de lo mucho de admirable que hay en sí mismos.

            Petrarca se quedó atónito y guardó silencio. Emprendieron el camino de regreso, pero nadie le oyó decir ni una sola palabra.

         No podía creer que se tratara de un suceso fortuito, sino que pensaba que lo que allí había leído se había dicho únicamente para mí.

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         Francesco Petrarca  se consagró al estudio y a la escritura. Su visión de la cultura no apuntaba a una simple acumulación de conocimientos, sino que aspiraba a la sabiduría. Es, sin duda, uno de los padres del Humanismo: la visión del ser humano como centro del mundo. El traje mental que la Edad Media había reservado al hombre, le vestía para una vida de cumplimiento de la voluntad divina, como tarea principal de sus días. El Humanismo fue clausurando esa época, fue desgarrando las costuras de ese traje ya demasiado estrecho y, con Dios o sin Dios, nos propuso descubrir qué era el ser humano, en toda su amplitud. 

         Algunos estudiosos creen que aquel hecho del Mont Ventoux fue un decisivo impulso para el nacimiento de esta visión de la existencia. Hay quien cree, incluso, que aquel día comenzó, simbólicamente, el Renacimiento, dada la influencia histórica de Petrarca. Bien es cierto también que algún otro biógrafo optó por bautizarle, a raíz de la conquista de la montaña, como “el primer alpinista moderno”. De lo que no cabe duda es de que el hombre que bajó de la gran montaña no era el mismo que la había subido.

         Un día le quisieron confiar un cargo eclesiástico que implicaba dedicarse por completo a una parroquia. Petrarca rechazó el ofrecimiento y dijo: “Bastante quehacer me da mi propia alma”.



miércoles, 14 de marzo de 2012

A pesar de todo, Viktor Frankl hablaba a su esposa



Cuando Viktor Frankl  murió en 1997 en Viena, la misma ciudad en la que había nacido 92 años antes, no hacía más que 11 meses que había impartido su última clase en la Universidad. Su energía para comunicar cuanto había descubierto con su propia vida y con sus investigaciones parecía inagotable.

         Y es que ciertamente Frankl tuvo mucho que decir y fue ampliamente escuchado. Este neurólogo y psiquiatra vienés escribió 26 libros, que han sido traducidos a 18 idiomas. De uno de ellos (“El hombre en busca de sentido”) se  llevan vendidos diez millones de ejemplares. Fue nombrado doctor honoris causa por 29 universidades del mundo entero. Durante 25 años, el profesor Frankl fue director de la Policlínica neurológica de Viena y ha sido estudiado en multitud de artículos, en multitud de lenguas, por sus aportaciones a la psicología. Estamos hablando del creador  de la logoterapia, considerada la tercera escuela vienesa de psicoterapia (las otras dos serían las fundadas por Freud y Adler).

Estos datos, que para muchos lectores son bastante conocidos,  no dan apenas idea de la gran aportación de Frankl al conocimiento del ser humano y a la superación de sus conflictos internos. Ni aun añadiendo datos como que el libro antes citado fue considerado por la Biblioteca del Congreso de Washington  uno de los diez títulos que más influencia han tenido en Estados Unidos, se puede comprender cabalmente la importancia de este hombre, que apuntó al sentido que cada uno logra encontrar para su vida como el elemento clave de cualquier existencia.

                           

         Pero hubo un momento en que Viktor Frankl estuvo a punto de quebrarse por completo, y nada de este inventario de hallazgos y reconocimientos hubiera podido existir. Es de este tiempo en la vida de Frankl, y de un hecho en apariencia muy pequeño, de lo que quiero hablar.

         Era el año 1938 y Austria había sido invadida por los nazis. Viktor Frankl tenía 33 años y ejercía como médico en Viena, en un consultorio privado que pronto tuvo que ser cerrado. A los médicos judíos, y él lo era, se les prohibió atender a pacientes que no fueran judíos. La amenaza se acercaba inevitablemente. Frankl consiguió un visado para marchar a Estados Unidos, pero sólo para él, no para su familia.  Precisamente entonces le fue ofrecida la dirección de un hospital de la comunidad cultural israelita de Viena, el Hospital Rostchild, y él la aceptó. Este hecho va a ser muy importante en esta historia.

 Estar al frente de dicha tarea le suponía, momentáneamente, protección para él y para su familia ante la posibilidad de ser deportados a un campo de concentración. Frankl decidió, pues, quedarse y dejó caducar su visado. Pero en el hospital ocurrió algo más. Conoció a  una enfermera, llamada Tilly Grosser, y en diciembre de 1941 contrajeron matrimonio. Poco tiempo después, la situación de los judíos de Viena fue empeorando. El hospital fue clausurado, y la protección de médicos, enfermeras y familiares directos frente a la deportación se esfumó. Todo podía ocurrir, y en cualquier momento.

Así fue. En setiembre de 1942, Frankl, sus padres, su esposa y la abuela de ésta fueron obligados a acudir al “punto de reunión”, el lugar fatídico desde el que serían llevados a los trenes que conducían a la nada, es decir, a los campos de concentración. Frankl , al igual que los demás, tuvo que despedirse de casi todo. Sólo llevó consigo una maleta, que al llegar al campo desapareció, y el manuscrito de  la obra que había acabado de escribir con premura en los días anteriores: “Psicoanálisis y existencialismo”, que acabó corriendo la misma suerte. No fue esto lo peor.

El tren al que fueron obligados a subir no se sabía dónde les llevaba. Amontonados en grupos de 80 personas por vagón, algunos creían que iban a trabajar a una fábrica de municiones. Pero llegaron al campo de concentración de Auschwitz. Puestos en fila y ya custodiados por las SS, hombres y mujeres fueron separados. Frankl y su esposa  tuvieron que despedirse. Como tantos otros.

Lo que vino después es bien sabido hoy.1100 prisioneros hacinados en un barracón para 200. Varios días con un trozo de pan. Cualquier cosa de valor (anillos de casado, relojes, agujas de corbata…) acababan en las manos de los guardianes. Había que quitárselo todo para enfundarse el traje del campo, y en 2 minutos; después llegaban los latigazos. Cabezas rasuradas, dormir sobre los tablones de las literas y varios hombres en cada una… Viktor Frankl lo resumía diciendo que “lo único que poseían era la existencia desnuda”.

Mas no para todos fue así. Esta era la vida que esperaba a los que desde la llegada del tren fueron enviados en una dirección  del campo. Muchos otros fueron enviados a un edificio con un rótulo: “Baño”. Incluso se les daba una pastilla de jabón al entrar. De sus duchas, como es sabido, no salía agua. Así funcionaban los crematorios.

 Para los que habían salvado aquella primera selección, estaba esperándoles una vida en condiciones extremas. Temperaturas a 20 grados bajo cero, desnutrición, enfermedades frecuentes, trabajos durísimos al aire libre, insultos, golpes…Y algo más,algo casi peor: la ausencia de noticias de los familiares. En el caso de Frankl , eran sus padres, y era su joven esposa Tilly. ¿Cómo sobrellevar todo aquello?

Viktor Frankl lo cuenta en su libro “El hombre en busca de sentido”. Éstas son sus palabras:

Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, cada uno pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la mañana, que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente —si contempla al ser querido.

En este punto hay que anotar que, de su amada esposa, Viktor Frankl se había despedido dramáticamente, al ser separados nada más llegar a Auschwitz, con estas palabras: “Conserva la vida a cualquier precio, óyeme bien, a cualquier precio”. Frankl se adelantaba así a los terribles pensamientos, a las dudas fatales, a los remordimientos que podrían paralizar a Tilly si se veía obligada a prostituirse con un oficial de las SS.

                               

Un día, en uno de aquellos grises amaneceres, Frankl estaba cavando una trinchera y en voz muy baja le hablaba a su esposa. Pero se sentía acabado, sentía próxima su muerte, y entonces, hallando un resto de energía en su interior se preguntó si aquella existencia tenía algún sentido. Y de lo hondo de sí mismo oyó un “sí”. En aquel mismo instante, en una franja lejana encendieron una luz, que se quedó fija en el horizonte oscuro.
Siguió golpeando el helado suelo, y siguió hablando con Tilly. El guardián soltaba sus insultos habituales y entonces algo nuevo, algo único, sucedió:

Volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano, cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.

Viktor y Tilly no pudieron  reanudar su relación al final de la guerra. Ella, así como el resto de la familia, no sobrevivió al campo de concentración. No  se sabe cuándo murió.

El libro en que Frankl dejó escrito todo esto (“El hombre en busca de sentido”) llevaba un primer título: “Trotzdem ja zum Leben sagen”, que según nos aconseja el diccionario sería: “A pesar de todo, decir sí a la vida”.

Para llegar un día a tal conclusión, Viktor Frankl habló, a pesar de todo, a su querida esposa.