Lola Hurtado. Óleo.


martes, 21 de febrero de 2012

“¡Ay, quién podrá sanarme!”


A aquel hombre le habían detenido, secuestrado, encerrado, borrado del mapa. Lo más increíble, para nuestra época, es que el motivo eran algunas diferencias de pensamiento, sólo algunas. Pero estamos en el siglo XVI, y los principios, sobre todo los religiosos, podían llegar a ser mucho más importantes que  el simple respeto a un ser humano.

         Le metieron en una mazmorra, y empezó su calvario. Muchos días, sólo pan y agua. A veces, una sardina. O media. Y aún peor, no tenía ropa para cambiarse. Los piojos le atormentaban. El recipiente donde hacía sus necesidades no siempre se lo retiraban. El mal olor era mareante. Apenas llegaba la ventilación o la luz a aquel agujero negro. Aunque no fuera lo peor, el trato podía llegar a ser de menosprecio y burla. Ni pensar en poder leer nada, como aquel hombre tenía por costumbre.

¿De qué forma pudo soportar tal crueldad durante ocho meses?

         Es importante que sepamos que era persona de gran vida interior. Religioso, sí, pero además con una intensa vida espiritual, pues una cosa y otra no siempre van unidas. Probablemente no erraremos si le imaginamos, en aquellos interminables días, semanas, meses de penurias y extrema soledad, cerrando los ojos y viviendo muy adentro de sí mismo otra vida secreta, libre, rica en compañía y consuelo. Pero, ¿de qué forma esto fue así? Sigamos su biografía.

         Avanzado su cautiverio, le cambiaron el carcelero, y era el nuevo de mayor humanidad que sus antecesores. Le permitió algún  paseo fuera de la celda, mejoró el trato y parece ser que le proporcionó papel y pluma, como el preso le había rogado. Éste comenzó entonces a ver posible la fuga. Y así fue que una noche consiguió deslizarse abajo del muro de la prisión suspendido en unas telas que había ido atando. La fortuna le ayudó y pudo llegar a un convento  cercano, donde las monjas  le reconocieron  y  escondieron, hasta que días más tarde pudo huir definitivamente muy lejos de allí.

         Lo más notable de esta historia quizá sea lo que viene a continuación. No se sabe con exactitud si en su evasión salvó escritos unos poemas que había ido componiendo en su cautiverio o es que andaban todos refugiados en su memoria, que era muy notable. El hecho es que una de las primeras cosas que hizo al llegar al convento fue ir recitando los dichos poemas (treinta estrofas, llamadas liras, de cinco versos cada una) a una monja que los iba copiando, o bien para salvarlos del olvido, o bien para que hubiera una copia más, o mezcla de ambas cosas. No se sabe bien.

 Y esos ciento cincuenta versos, hijos de su dolor y apartamiento del mundo, comenzaron a circular en manuscritos varios.

         ¿Qué tipo de poesía engendró aquel cautiverio extremo?

         Tenemos estos poemas sobre nuestra mesa, aunque no fue fácil que llegaran a ser impresos. La obra comenzó a nacer en prisión en 1578 y anduvo circulando, como hemos dicho, en bastantes copias hasta 1630, cuando por primera vez fue libro. Leemos algunos de sus versos ahora, sin dejar de pensar que esto es lo que vio un hombre que malvivía en una celda  sucia y aislada del mundo, cuando cerraba los ojos y algo bien distinto se le ofrecía.

                            ¿A dónde te escondiste,
                            Amado, y me dejaste con gemido?
                            Como el ciervo huiste,
                            habiéndome herido;
                            salí tras ti clamando, y eras ido.

                            Pastores los  que fuerdes
                            allá por las majadas al otero,
                            si por ventura vierdes
                            aquel que yo más quiero,
                            decidle que adolezco, peno y muero.

         Esta historia de amor es y no es tal, pues el texto lleva un título imprescindible para el buen entendimiento de su intención:

                            Canciones entre el alma y el Esposo

         El alma del hombre busca vivamente el encuentro con el Amado, que en este caso es la divinidad. Llegados a este punto, muchos entre quienes estén leyendo este escrito ya habrán reconocido a su autor, incluso desde las primeras líneas. Más aún, el título de este blog, Un entender no entendiendo, se debe a un verso suyo, que algún día comentaremos, aunque yo lo he tomado en un sentido muy amplio, como se irá viendo en sucesivas historias. Sí, el fraile cautivo por desavenencias con hermanos de la misma orden, los carmelitas, pero con distintas opiniones sobre cómo profesarla, los llamados calzados, no es otro que  Juan de Yepes, después conocido como Juan de la Cruz o San Juan de la Cruz.

  
         
  
         Y la obra en cuestión, el Cántico espiritual. Leamos un poco más:

                            Mi Amado, las montañas,
                            los valles solitarios nemorosos,
                            las ínsulas extrañas,
                            los ríos sonorosos,
                            el silbo de los aires amorosos.

                            La noche sosegada
                            en par de los levantes de la aurora,
                            la música callada,
                            la soledad sonora,
                            la cena, que recrea y enamora.
                            (…)
                            Mi alma se ha empleado,
                            y todo mi caudal en su servicio:
                            ya no guardo ganado,
                            ni ya tengo otro oficio;
                            que ya sólo en amar es mi ejercicio.

         Afirman todas las biografías de Juan de la Cruz que fue en agosto de 1578 cuando consiguió evadirse de la cárcel. Mas si uno lee estas estrofas que allí fue pacientemente creando, afinando las rimas, resolviendo el número de sílabas, ya siete, ya once, de sus versos, recreando ese camino del alma por valles y montañas al encuentro anhelado con la Fuente de amor hondamente presentida, hay que sacar la conclusión de que Juan de la Cruz salió de su prisión muchas, muchas veces, a lo largo de aquel tiempo, sin que sus carceleros pudieran darse cuenta.


         Juan de la Cruz dejaba en un rincón de su caverna su menguado y dolorido  cuerpo, y estaba, en toda su entidad última, por “bosques y espesuras,/plantadas por la mano del Amado”, por un prado “de flores esmaltado”, por “cristalina fuente”, entre pastores, vientos , olores…

Juan de la Cruz se iba una y otra vez de su encarcelamiento, y nadie podía impedirlo. ¿Nos mostró con ello algo al alcance de todo ser humano? ¿Podemos todos, en la adversidad, no hundirnos por completo en ella, sino retirarnos hacia adentro y encontrar algo más, algo mejor, de lo que regresemos a nuestro combate más serenos, más fuertes, más libres?

Antonio Machado escribió: “Nadie es más que nadie”. De ser así, Juan de la Cruz nos puede haber enseñado a muchos que nuestro espacio interior está esperándonos. En el suyo aguardaba una poesía que 434 años después se sigue leyendo, cantando y recitando. La poesía de un clásico, traducido a muchas lenguas, citado en miles de estudios y que hoy, en la era de la informática, tiene cinco millones de entradas, según indica el buscador.

Yo también quiero buscar qué me espera en mi espacio interior, cuáles son mis bosques, mis ríos, mis pastores. No sé si encontraré plenamente al “Amado”, pero voy descubriendo que no es un espacio inhóspito, mudo, ausente, y que cuando llegue el caso,quizá también llegue a decir, como el poeta:

                   ¡Ay, quién podrá sanarme!

Y probablemente no sea en vano.